miércoles, 23 de enero de 2008

Cruce de Miradas

Uno

Otra vez igual —pensé—, era una costumbre; llegaba a un hotel en lunes y a la mañana del miércoles me encontraba casualmente en el pasillo la empleada de habitaciones. Siempre lo mismo. Fuese la hora que fuese. Daba igual que saliese muy temprano o con el tiempo justo. Y esto sucedía igual en Oslo que Dublín, Lisboa, Madrid, Sevilla o París. En todas partes me sucedía lo mismo, allí estaba ella otra vez y era imposible no responder a su mirada. Sentía como si contestara a una llamada telepática realizada desde lo más recóndito del deseo humano. Los hoteles donde me hospedo, por razones de trabajo, la mayor parte del año, son más que mi segunda casa, mi domicilio principal. Pueden ser clásicos, o más bien viejos, anclados en los setenta del siglo pasado, súper modernos, equipados con toda la tecnología disponible, funcionales, vulgares, con personalidad o sin ella. En los hoteles viejos la cama se deshace nada más meterte en ella. En cambio, los más modernos pueden ofrecerte una colchoneta sin muelles que te destroza la columna. Prefiero los de cadenas norteamericanas pues de vez en cuando te cae una cama para tres equipada con dos edredones y cojines muy útiles para cuando estás acompañado. Pero las habitaciones no son siempre las mejores, pueden dar a un patio de luces, a una calle lateral o a una pared. Suelo ser meticuloso y dejo mi habitación ordenada dentro de lo que cabe. Me imagino a esta muchacha intrigada, hojeando mis libros, intentando entender un idioma extraño o comprendiendo textos enrevesados. La veo abriendo mi neceser de viaje, destapando el frasco de colonia, la espuma de afeitar, el bálsamo para regenerar la piel maltratada por la maquinilla. Pienso que antes de cambiar las sábanas habrá olisqueado, como animal en celo, mi almohada. Se habrá sorprendido que el baño está en perfecto orden, que la ropa sucia está convenientemente guardada en una bolsa dentro del armario, que los periódicos están simétricamente alineados con otros documentos, que los botecillos de jabón están tapados, que las toallas para lavar están delicadamente apoyadas en la bañera y que en la taza de wáter no hay restos desagradables.

Dos

Ese día, regresé al hotel a eso de las siete. Había estado encerrado en un agotador congreso de ingenieros daneses sin poder fumar ni beber más que café aguado. Los bares de Europa cierran pronto, como los comercios. Nada más abrir la puerta de mi cámara compruebo que todo está como si fuera el primer día. Como siempre me sucedía. Además esta vez, un libro de lectura que dejé a propósito con el punto de lectura casi fuera, ahora estaba alineado en la mesita de noche. Tenía que ser ella. Sentía un deseo irrefrenable de dirigirme a ella por la mañana aunque vistiera su uniforme y sus guantes de látex como única protección entre ella y los desperdicios.

Tres

En la ducha por la mañana no podía dejar de pensar en ella revolcándose en las sábanas antes de hacer. Oliendo mi after shave. No debía perder tiempo. ¿O sí? Estaba convencido que saliese a la hora que saliese me cruzaría con ella. Fui al grano una vez estuve en el pasillo. Pensé dirigirme a ella en inglés pero pensé que igual no dominaría esa lengua. Tal vez probaría con el danés del cual sabía pocas palabras aprendidas de una guía. Me arrojé a la piscina:

Tak —le dije con cordialidad para darle las gracias y sin apartar mi vista de ella.

—De nada —con humildad y con sorpresa me respondió en español.

Tras un breve momento de duda. Yo por seguir adelante hacia el ascensor y ella por entrar en la habitación.

—¿Me podrías enseñar la ciudad? —respiré a fondo por la genialidad.

—Bueno no he visto mucho. Vivo en las afueras pero si quieres podemos ir a tomar algo. —me respondió con una confianza que no daba lugar a dudas. El resto del día me costó concentrarme en las propuestas de los ingenieros daneses. Por mí podían todos hartarse de rebanadas untadas con mantequilla y comerse sus toneladas de galletas llenas de azúcar. Por la tarde nos encontramos en el hall del hotel. Yo no sabía si cogeríamos un taxi o una bici. Cogimos una bici y rogué a todas las constelaciones de dioses que no lloviera. Para mí era temerario ir en bicicleta y además de noche. Me llevó por la Stroget, la calle peatonal más larga del mundo, seguimos los pasos de Hans Christian Andersen, los jardines Tívoli (que ya estaban cerrados) y cómo no, bordeamos los canales para acabar cerca de Den lille havfrue, la Sirenita. Invité yo a tomar un par de Carlsbergs en Paludan Café y todo el mundo que tomaba chocolate con galletas nos miraba como extranjeros que éramos. Paseamos a la luz de los faroles cerca de la Biblioteca Nacional. Acabamos entre las sábanas ese día y todos los demás. Llegó la noche del jueves al viernes. La última. Quería que quedásemos bien. No quería ningún compromiso, pero esta vez me iba a marchar triste. Nunca me había atrevido a esperar algo más y ni siquiera pedir o comprometerme. Ahora era presa de mis sentimientos. Le dije que volvería, que los daneses harían otro maldito congreso en menos de seis meses, pero no sé si me estaba creyendo. No le di ni mi dirección.

Y Cuatro

Me imagino, y estoy convencido, que el sábado en el cuarto destinado a guardar los suministros de las habitaciones del hotel, dos empleadas intercambiaron sus opiniones.

—Es maravilloso. ¡No te lo vas a creer! —seguro que dijo ella con una sonrisa en sus labios.

—¡Vamos anda! Te metes con un cliente en la cama que no sabes de dónde viene y a dónde va y encima te enamoras. Tú eres tonta —quizá le respondió su compañera entre incrédula y envidiosa.

—Puedes decir lo que quieras pero estoy segura que no es como los otros.

—Tú, además de tonta, eres imbécil. ¡Que eso sólo pasa en las películas! ¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

Con toda probabilidad, la compañera emprendió su recorrido cansino a lo largo del interminable pasillo enmoquetado mientras ella volvía a mirar si dentro del bolsillo de su bata estaba todavía el papel manuscrito con mi dirección y teléfono que le había dejado debajo de la almohada. Esta vez no lo pude resistir.

© Manel Aljama agosto 2005 – octubre 2006