sábado, 21 de febrero de 2009

El esclavo

Fuente InternetYuan estaba sentado ante su minúscula máquina de coser, junto a otros como él. En total no llegarían al medio centenar de personas. Tenía asignadas más de quince mil piezas para acabar antes del fin de semana. Esa era la orden. Aunque allí abajo, en aquél pozo pestilente sin ventanas y sin casi ventilación, resultaba muy difícil adivinar si era de día o el cielo ya estaba ennegrecido. Contaba las semanas en bloques de siete jornadas. Cada jornada se iniciaba con el timbre que los encargados hacían sonar. Para pasar el rato y no deprimirse, entre puntada y puntada intentaba evocar una y otra vez, de forma casi enfermiza, su infancia junto a un arroyo de agua clara bordeado por juncos. Sus padres eran muy pobres pero aquél estanque junto con una de las ocas que se había salvado del sacrificio y que él usaba de mascota eran lo que le hacía más feliz en aquellos años. Apenas poseían un diminuto terruño del que las autoridades les dejaban explotar una pequeña parte. Se acordaba del lema que había en la escuela: “Lo importante no es que el gato sea blanco o negro, sino que el gato cace ratones”. Tardó bastantes años en comprender en su totalidad el mensaje tan sabio que era el santo y seña del colegio. En su adolescencia se fijó en Xiuxiu, una bella y trigueña muchacha de una familia mucho más pobre y humilde que la suya. Le rechazaron porque no podían pagar la dote y era una humillación para los futuros suegros. Cuando fue más mayor decidió probar fortuna en la capital y abandonó aquél lugar.

No sabía si había almorzado o era la cena lo que había ingerido. Toda su vida en ese momento se limitaba a desayunar un tazón de arroz hervido acompañado de agua negra que llamaban café y que le servían tras levantarse de los improvisados camastros que hacían las veces de dormitorio. Algunos más atrevidos se remojaban en una palangana de agua sucia que estaba junto a las letrinas. Casi no había espejos y tampoco disponían de útiles para afeitarse. Jabón con olor a disolvente o quizá desinfectante era lo que más abundaba en la zona destinada al baño. Al medio día el arroz se servía requemado con soja, igual que por la noche. Ahí radicaba la dificultad para distinguir las zonas horarias. No tenía reloj y se orientaba por el régimen de encendido y apagado de las luces del cuchitril.

De repente se escuchó una serie de golpes secos y repetitivos. Como el repiqueteo de la máquina de coser pero mucho más fuerte. Al poco una explosión hizo saltar la puerta y un grupo de hombres altos, fuertemente armados y vestidos con extrañas ropas de negro que tapaban sus rostros con cascos con visera, irrumpieron en la estancia. Uno que parecía ser el jefe de los invasores dijo:
—¡Policía de España! ¡Quieto todo el mundo!
Pero Yuan no comprendía aquel idioma. Le habían traído en un contenedor y llegó hasta allí con los ojos vendados. No sabía ni en qué país se encontraba.
Li, uno de los encargados del taller, arrojó un objeto contra los asaltantes. Éstos replicaron lanzando una pelota de goma que le impactó en el muslo. Antes de que Li sacase su revólver del bolsillo, varios agentes le encañonaron y le desarmaron.
Yuan estaba estupefacto. Apenas podía comprender que los intrusos eran una especie de policía que detenían a su jefe, a uno de sus jefes. Se quedó petrificado. Pero en cuanto vio que los otros encargados iban arrojando sus respectivas armas a los pies de los conquistadores, bajó la cabeza y se puso a coser piezas. Tenía que acabar las quince mil que tenía asignadas. Si no lo hacía su familia podría sufrir las consecuencias.

© Manel Aljama (maljama) octubre–enero 2009

martes, 17 de febrero de 2009

Cincuenta céntimos de café

De Cafetera de mi Oficina. Foto Manel Aljama con Nokia 6103 retocada electrónicamente


Cuando cruzaba el umbral de la puerta escuchó una voz de mando.
—¡Alto! Espera un momento
Se detuvo con calma mientras se aferraba con fuerza a su carga.
—Ten, te sobran 50 céntimos de la tarjeta del café —la voz seguía firme y mecánica.
—Gracias, puedes quedártelos —respondió sin volver la espalda y reanudó su marcha.
Fue un día duro. A media mañana, tranquilo y en silencio empezó a recoger todas sus pertenencias entre las que había, cuadernos, bolígrafos promocionales y un puñado de discos compactos. Después, arrancó las envejecidas postales de veraneo del tablón de anuncios. Mientras las apilaba iba contemplando su reverso, como si quisiera revivir los recuerdos. Siguió con el buck de cajones. En el primer cajón había un mug para tomar café americano, aún con cercos que habían resistido al detergente. Desechó los clips que ya no iba a necesitar más. Despreció el contenido del resto de cajones y reparó su atención en los diversos diplomas de pega que los compañeros le habían otorgado a lo largo de los años. Arrojó a la papelera las felicitaciones de la última navidad. Clavó su mirada en el escritorio para localizar el retrato de familia. Dudó entre lanzarlo al cubo de la basura o añadirlo a su caja de cartón reutilizable. Finalmente optó por conservarlo. Recogió su tarjeta para la máquina del café. Al verla el guardia dijo:
—Dámela. Pertenece a la empresa —obedeció, se la entregó y cerró el cajón—. Dio un último repaso al armario pero desestimó todo lo que había dentro. Agarró su caja de cartón. El guardia de seguridad le acompañó hasta la salida.
A primera hora de la mañana, antes de empezar la jornada había sonado el teléfono. El jefe de personal le pedía que subiese al despacho “de arriba”. Allí, un sujeto de no más de treinta y cinco años, con cabello a navaja y embutido en su traje perfectamente ajustado, se recostaba en su sillón. Enfrente estaba sentado también Holgado, el delegado de personal.
—Fernández, le seré franco —con una frialdad lacónica.
—Eso, sé “Franco” —Fernández “lo vio” venir todo. Nunca pensó que aquello le fuese a suceder.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—Nada, nada, cosas mías —respondió.
—A lo que íbamos —cambió el tono—, Fernández, nuestra compañía está satisfecha de sus servicios —pero en el pensamiento de Fernández no se dibujaba ninguna mención o premio—, pero necesitamos gente nueva con garra, con conocimientos actuales y que sea más flexible. Nos vemos obligados a prescindir de sus servicios. Aquí tiene una carta de recomendación, un cheque por el importe de una mensualidad.
—¿Pero? ¡Después de treinta años sin coger ni una sola baja, me echan y no me dan ni una indemnización!
—Se equivoca Fernández —sonreía intentando recordar algún párrafo de su manual en la escuela de negocios, El Príncipe de Maquiavelo—, el despido “es procedente”. Usted ha cometido tres faltas graves que están recogidas en su expediente.
—¿Tres faltas graves? Si yo no tengo ni una amonestación.
Entonces Holgado y el del traje le presionaron para que aceptase las condiciones. Se trataba de hundirse él o cincuenta más; un recurso que no fallaba nunca con las buenas personas. Aceptó y firmó sin perder la compostura. No se escuchó más discusión.
En la calle, Fernández dobló la esquina mientras el guardia de seguridad le vigilaba a distancia, quizá porque pensaba que igual se volvía.
A la mañana siguiente Holgado estaba en el despacho del director general. También le habían hecho subir.
—¡Qué desgracia! ¿Cómo nos puede pasar esto? ¡Es una gran pérdida! ¡Nos hemos visto de golpe privados de un profesional tan bueno y tan competente! —se quejaba el director.
—Fernández tiene experiencia y a pesar de su edad, encontrará un buen trabajo... —respondió el delegado.
—¡No me refiero a Fernández! Han atropellado a Ricardo Palacios, nuestro jefe de personal. Ayer cuando bajó a pasear a su perrito, un mal nacido los atropelló a los dos. Nadie lo pudo ver y no tienen ni la matrícula. Es una pena que gente de su talla y su formación nos deje. Una gran pérdida sí señor.

© Manel Aljama, noviembre 2005 (Revisado febrero 2009)

lunes, 9 de febrero de 2009

Es cuestión de llamar

Fuente Internet modificadoJulio Cáceres tenía un programa de radio de esos que acompañan a la gente en la madrugada. Pero no era un programa al uso, donde los oyentes, principalmente ancianas que se sienten solas, se explayan contando todas sus inquietudes y miedos. El espacio de Julio, que llevaba ya quince años en antena, y que inicialmente se dedicó a la divulgación y a las ciencias ocultas; se había convertido en los últimos tiempos en una plataforma de venta de autoayuda donde gurús y presuntos bienintencionados daban sus consejos y prédicas a todo aquél que quisiera iniciarse en tales temas y, previo pago, pudiese alcanzar el karma.
—¡Muchas Gracias! —habló el conductor y director del programa—, y esta ha sido la colaboración de Samir Samar, el chamán que acabado de llegar desde Calcuta, ha estado hoy aquí con nosotros, en “La Noche es Luz”, el programa más longevo y de mayor audiencia de los últimos quince años —la música perfectamente enlazada según indicaba el guión y la “escaleta” del programa permitió a Julio agasajar al gurú.
Tras unos siete minutos de cuñas publicitarias, principalmente de echadores de cartas, santeros, adivinadores y exorcistas varios, el locutor volvió a la antena:
—¡Bien!, ¡Proseguimos!, ¡Continuamos! Este es nuestro tiempo de radio que hemos abierto esta temporada para vosotros, los oyentes, los que nos escucháis cada noche, pero sobre todo, que nos dais esa compañía sin la cual estos momentos de radio serían impensables. Bien, podéis llamar al 993 770 880 y dejar vuestro mensaje que hoy dedicamos a los remordimientos. Queremos que nos expliquéis qué es lo que os remuerde vuestra conciencia. Qué es esa angustia o, si preferís, asignatura pendiente o espina que está clavada en lo más íntimo de vuestro corazón.
—También podéis enviar un SMS al 6666 escribiendo la palabra “LUZ”, un espacio y a continuación vuestro mensaje —anunció de manera alegre, Pilar, la productora del programa mientras Julio encendía un cigarrillo de su marca preferida—, también podéis enviar un email a la dirección oyente@nocheluz.es. Recordad que tenéis que ser breves puesto que nuestro tiempo, como la vida terrenal es muy limitado.
Una nueva andanada de avisos de sanadores, astrólogos y pitonisos varios llenó la antena mientras, Pilar corría a la cafetera a darse una nueva dosis de cafeína envasada en un vasito de papel parafinado. Tras la pausa publicitaria Pilar volvió al ataque:
—La brevedad es esencial para que todos podamos comunicar aquello que deseamos a través de las ondas de vuestro programa preferido—sonó otra vez la sintonía del programa—, Pero esta noche vamos a hacer una excepción. Voy a leeros un extenso correo electrónico de una amiga que firma como Susana:
“La verdad es que no sé por dónde empezar. Y es que no tengo muchos remordimientos de conciencia. Pero uno, tan sólo uno, me atenaza y no me deja vivir desde hace ya unos años. Empezaré por el principio... Fue mi amigo de la infancia que más tarde se convirtió en mi novio. Nos casamos. Me ayudó mucho durante el tiempo que estuvimos juntos. Me ayudó en los estudios, en el trabajo. Me buscó trabajo y me recomendaba para encontrar otro empleo cuando por circunstancias de la vida perdía el puesto. Un día discutimos muy fuerte. No lo recuerdo con claridad, pero estoy segura que fue a partir de entonces que empezamos a distanciarnos. Dejamos de contarnos cosas. Hubo muchos silencios. Se hizo un muro entre nosotros dos. El muro se hizo grande, cada vez más grande hasta que rompimos. Durante bastante tiempo dejamos de vernos. No sé si meses, años o tal vez lustros. Ahora me es difícil precisar. Hasta llegué a odiarle, y después, despechada, no sé, tal vez le desprecié. Le desprecié hasta el punto que un día que me lo encontré en el metro, intenté evitarle. Me reconoció enseguida. Iba muy desmejorado, casi no parecía él. Me alegré por dentro al saber que las cosas le iban mal. Me volvió a pedir perdón por el pasado. ¡Qué cosas! Entonces me acordé que ya me había pedido perdón. Pero también me pidió ayuda y se la negué. Le dije que no quería volverlo a ver más. Ahora, ahora me arrepiento de no haber correspondido a quien tanto me ayudó en el pasado. Todo lo que soy, se lo debo en parte a él. Esa es la espina clavada en mi corazón."
Se hizo un suspensivo silencio técnico y el control de sonido lanzó otra vez la sintonía.
—Pues amiga Susana —volvió Julio tras dejar el cigarrillo en el cenicero—, una llamadita, lo soluciona todo, es cuestión de llamar... —hizo un silencio—, tan sólo una llamadita y tu problema verás como se soluciona y hasta te llevas una grandísima sorpresa. En esta vida lo importante, como dicen muchos de los profesionales que nos visitan, lo importante es saber perdonar.
Al otro lado, los ojos de Susana, eran una catarata de lágrimas. Sabía profundamente que ya no había posibilidad de llamar por teléfono al más allá.

© Manel Aljama (maljama), cuenta cuentos, octubre de 2008