miércoles, 25 de noviembre de 2009

Dale café, mucho café



Sus captores, ocultos detrás de gafas oscuras, presenciaron el abrazo hieráticos y en silencio. Cumplían órdenes. Luís le prometió que todo se aclararía, que lo soltarían si no existía ninguna denuncia en su contra.
—Federico, tú no has hecho nada malo —le decía mientras por dentro lamentaba que no hubiese hecho caso al embajador de México.
El coche negro se alejó con presteza de aquel sitio. En el trayecto hacia La Colonia, Federico, con mirada perdida y pensamientos asustados se repetía: "¡qué error! ¡qué inmenso error!".
A solas Luis pensaba: “¡Pobre Federico! ¡Ni Dios te salva!”
En un sucio y desordenado despacho del Gobierno Civil, José Valdés Guzmán, su ocupante, hablaba por teléfono:
—Ya lo tenemos. Ha sido fácil. Muy fácil. El pájaro se refugió en casa de Luis... ¡No hay problema Luís es de los nuestros!
—A sus órdenes. ¡Le daremos café, mucho café! ¡No esperaremos a que amanezca!
En el patio de La Colonia se hacinaban cientos de hombres. Unos dormitaban mientras los otros tenían los ojos abiertos de espanto. Se oyeron pasos de botas caladas que se acercaban. Era una cuadrilla.
—A ver, ¡que se incorporen! Dióscoro Galindo, Francisco Galadí y Joaquín Arcollas.
Nadie musitaba ni un silbido. Parecía que la respiración era un quejido. Había poca luz.
—¿Están todos? —preguntó la misma voz.
—Falta este —respondió el otro señalando al poeta.
Todavía no había empezado a clarear el día 19 de agosto de 1936. Abandonaron el lugar en el mismo vehículo, hacia el norte, hacia la Sierra de la Alfaguara. El Buick se detuvo en un descampado a las afueras de Granada. Les hicieron bajar. Sonaron los disparos de pistola con los olivos por testigo. La retama, el tomillo y el romero hicieron de mortaja a los cuerpos. Las azucenas no brillaron ese día y los petirrojos espantados no salieron con el sol dejando a los cuervos hacer de las suyas desde entonces. Ni brisa soplaba.
—Misión cumplida. ¡Pues estos, ni vizneros ni alfacareños! ¡Enterradlos bien!

© Manel Aljama (noviembre de 2009)
Ilustración: "La Brecha de Víznar", cuadro del pintor José Guerrero (1914-1991)


Este texto forma parte del homenaje que algunos blogeros de forma espontánea, hacemos al poeta asesinado en Granada en 1936. Invito a leer:
Fran Rueda con ¡Calla, que vienen!
Carmen R Signes (Monelle) con Me porté como quien soy, un gitano legítimo, cuando lo publique

viernes, 20 de noviembre de 2009

¿Y esas manchas?



Esperaron durante más de tres horas. La estancia estaba muy fría. Las paredes oscuras y espartanas tenían la pátina oscura que deja el paso del tiempo en los lugares públicos. El suelo era de tierra, las baldosas se habían gastado hacía mucho tiempo. Al matrimonio, a pesar de ser sus integrantes ya mayores, estaba habituado a las situaciones más duras y la demora en esas condiciones no le importaba demasiado. La cancela metálica se abrió por fin y el oficial, vestido de solemne uniforme gris y tocado con su gorra de plato a juego, se aproximó a los visitantes. Les hizo entrega de una bolsa de plástico negra, de esas que se hacían servir para la basura. Dentro había dos piezas de ropa, una camisa a rayas y un pantalón oscuro, quizás gris. Cuando tuvieron la camisa en sus manos vieron que estaba llena de salpicaduras que podían ser de sangre.
—¿Y esas manchas? —preguntó la madre del detenido dirigiéndose al policía.
No respondió y se giró como si nadie hubiese hablado. El marido le cogió el brazo y tiró de ella para que abandonasen el lugar. Quizá fuera podrían serle de más utilidad.

© Manel Aljama (abril 2009)
* Fuente fotografía internet, periódico Le Monde

jueves, 12 de noviembre de 2009

La Vasija



El día que Vasudeva, el primogénito del poderoso comerciante Kawasami, comunicó a su padre que quería ser un sramana para vivir de la caridad y encontrar el camino, causó una gran decepción en el seno de su enriquecida familia. Discutieron. Su padre consideraba aquello como una deshonra a su casta y posición. Pero nada ni nadie pudo impedir que se marchase en pos de la verdad. Se llevó de acompañante a Govinda, su fiel e inseparable amigo desde la infancia. Cada uno trajo consigo un pequeño atillo con los escasos enseres que un caminante podía llevar. Govinda se extrañó de que su amigo tuviese por equipaje una pequeña pero alargada vasija, quizá del tamaño de una botella como las que habían visto en las tabernas de los ingleses en Dehli. Pero no se atrevió a preguntarle por temor de que su amigo y a quien consideraba hermano mayor, se pudiese enojar.
Cuando ya habían transcurrido cerca de dos semanas desde su marcha, empezaron a atravesar una zona muy árida donde no había ríos ni arroyos y, apenas se podía localizar alguna fuente. Así los escasos manantiales registraban largas colas de sedientos, que una vez satisfecha su necesidad, se volvían a enganchar, como si temiesen que aquel hontanar fuese el último de la Tierra.
—Hermano —dijo Govinda—, ¿No nos vamos a detener para beber agua? Aunque puedo aguantar como sabes sin mucho alimento, no sucede lo mismo cuando se trata de tener sed.
—También la sed debe ser dominada, hermano. En el camino saciaremos nuestras necesidades —respondió Vasudeva.
Así prosiguieron su recorrido en precario y con gran dificultad. Llevaban ya sucedidas tres jornadas desde que pasaron junto a la última fuente. Hicieron un alto en su deambular para reponer con la respiración el alimento que no tenían.
Ya, recuperados, Govinda se decidió:
—Vasudeva, amigo, hermano, guía, ¿puedo humildemente hacer una pregunta sin que te incomodes?
—Por supuesto —respondió sin sorpresa Vasudeva.
—¿Por qué transportas contigo esa vasija vacía, si por aquí no hay ni ríos ni lagos y tampoco hay veneros donde llenarla?
—Govinda, amigo mío, nunca se sabe —respondía.
Reemprendieron la marcha y al poco, las nubes cubrieron todo el cielo. Empezó a soplar un viento más frío pero agradable en aquellos lugares. No pasó mucho más tiempo hasta que las primeras gotas de una fina lluvia empezaron a mojar el suelo. La precipitación empezó a ganar intensidad. En ese momento, Vasudeva extendió la vasija y la mantuvo sujeta hasta que se llenó. La ofreció a Govinda que sin preguntar se bebió todo el contenido. La mirada de Vasudeva evitó que éste pidiese disculpas. Ambos sabían que estaban muy sedientos. Repitieron varias veces el gesto de llenar y ofrecer la bebida hasta que no necesitaron más. Vasudeva guardó el recipiente lleno y se dirigió a Govinda:
—Hemos tenido suerte amigo mío, ha llovido. Pero dime, ¿esa suerte nos hubiese sido beneficiosa sin el recipiente que tanto despertó tu curiosidad y, me atrevo a decir, contrariedad? Hemos tenido suerte, sí, pero la suerte sin el conocimiento y sin la capacidad para gestionarla, no nos habría servido para nada.
—Gracias hermano. Hoy he aprendido mucho, y a partir de ahora cuando alguien en el camino nos hable de su buenaventura no envidiaré su suerte sino su capacidad.

© Manel Aljama (Noviembre 2009)
ilustración Buda y Medicina (fuente: Internet)

lunes, 2 de noviembre de 2009

Gloria et Honorem


Fuente Inernet Pirámide del sistema capitalista


Cuando Marcial Coronel subió a la tarima para pronunciar el discurso, un escalofrío recorrió su espinazo. Allí en el muelle, todos le aclamaban. Los carteles ensalzaban el heroísmo del laureado y valiente militar. Nada más tuvieron noticia de su retorno, las autoridades organizaron una gran recepción en su honor. Declararon tres días de fiesta local en aquella pequeña y provinciana capital portuaria del archipiélago. Improvisó el discurso. Le interrumpieron las ovaciones iniciadas por los jerarcas políticos que estaban cómodamente sentados, junto a los banqueros y capellanes, en la tribuna. Después de tres o cuatro torpes balbuceos y algunas divagaciones, "llenas de gracias", le impusieron unas cuantas medallas que junto a las otras, llegaron a formar un escudo protector en su pechera. Gracias al champán y a otras bebidas caras que empezaron a correr por las copas y vasos de los de la tribuna se iniciaron las animadas charlas que como casi siempre concluirían en nuevos negocios para los banqueros, suculentas prebendas para los mandatarios e impuestos para el resto de habitantes de aquella ciudad.
—No bebo alcohol —se dispensó el recién condecorado.
—Sí señor —respondió en voz alta un señor más gordo que alto, con ojos pequeños y de nariz chata y levantada que tenía ya las mejillas ardientes y sonrosadas—, nuestro ejército tiene que estar siempre "centinela alerta", y en las mejores condiciones —dicho esto alzó las dos copas y le dio la espalda para escabullirse entre la multitud a ofrecer bebida y a seguir dando palmaditas en los hombros.
—Es el alcalde —le dijo un señor enjuto, de tez entre pálida y cetrina que vestía un traje negro algo envejecido; tenía pinta de ser un funcionario.
—No tenía el gusto —respondió con cortesía el militar.
—Es también el banquero y uno de los principales prohombres en esta plaza —le ponía al corriente mientras Marcial escuchaba con atención—, aquí no se mueve un dedo sin su autorización. Ya sabe, es democracia, pero el pueblo ha querido que salga siempre él en las elecciones. Desde hace más de veinte años. Además, los otros candidatos siempre han acabado por pelearse entre ellos y renunciar a la contienda. Algunos, los más inteligentes, se han unido a sus filas. Para mí que este hombre tiene dotes de persuasión. No sé, qué opinará usted que está bregado en batallas. Yo creo que es la reencarnación del Mesías. Es una bendición tener un ciudadano tan honrado y limpio como él.
—¿Quiere usted decir?
—¡No lo ponga en duda! ¡Por Dios!
—¡Vamos hombre! ¡Yo dar discursos no sé! Como ve soy militar, bregado en batallas sí, pero también bregado en espionaje. Se ve de lejos que usted está elaborando un informe —el del traje color cuervo reaccionó y se echo para atrás—, a base de hacerme preguntas. Mire —mientras le agarraba el escaso hombro—, no me pienso quedar en este sitio. Nací aquí pero la vida ya no es lo que era. Ya no está la gente que compartió la primera infancia y mis ilusiones. Prefiero irme, a otro lugar donde no haya tantos cerdos traidores como ese banquero metido en política, ni tanto lacayo lameculos como usted. Sí, porque se ve de lejos que es usted el perfecto lameculos. No tiene usted pinta de ser mecánico y mucho menos un trabajador. Es quizá el perfecto empleado de banca o ese ser vil y despreciable que se parapeta en las ventanillas. Lo mío es la tropa. Prefiero antes partirme el pecho peleando con rinocerontes. Ustedes decaerán y se los comerán las hormigas en pocos años si no se matan entre sí antes, cuando la gente cansada de ustedes se largue de la isla.
Dio la espalda al fiel sirviente y se volvió para la nave. Nadie en el jolgorio de la fiesta notó su ausencia.

© Manel Aljama (Octubre 2009)