jueves, 30 de diciembre de 2010

Año nuevo vida nueva


El timbre sonó con la misma potencia que una corneta militar iniciando el ataque. Volvió a tañer. Cruzaron las miradas. Unas, las de los dos pequeños, a medio camino entre el asombro y el miedo. Las otra, las de los progenitores, directamente de miedo. Los visitantes enseñaron papeles, órdenes dijeron.
La prole guardó silencio de circunstancias. Una lágrima tímida no pudo contenerse y resbaló por la mejilla de mamá. La más pequeña, con la boca taponada por un chupete, quizá para matar aún el más el hambre, abrió más los ojos al contemplar el fenómeno. El mayor contuvo el aliento y el brazo de él estuvo firme al lado de su pareja. No opusieron resistencia. Un grupo de operarios irrumpió en la estancia. Los cuadros fueron descolgados, el perchero de la entrada, también. El televisor, el equipo de música y un viejo ordenador fueron los siguientes objetos que salieron por la puerta. Siguió el frigorífico con su contenido dentro y la vetusta lavadora. Con celeridad desmontaron el resto de muebles que pieza a pieza y en manos de los intrusos desaparecieron escalera abajo. No dejaron ni una lámpara. Sólo el silencio interrumpido por el barullo del tránsito de un triste lunes por la mañana en una despiadada urbe.
Dos pisos más abajo y junto a la acera, la policía municipal había acordonado un pequeño rectángulo de acera con cinta de plástico, esa que es azul y blanca. Allí habían depositado uno a uno todos los enseres de una familia desahuciada. Habían cumplido su deber, las órdenes del juez a petición del banco. Al marchar, el guardia municipal saludó a la familia, había cumplido su deber...

© Manel Aljama, 30 de diciembre de 2010
ilustración encontrada en internet.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Vartok rojo


Invadió la última aldea que quedaba en pie y que le había plantado resistencia. Dominaría así toda la región. Pero no se detuvo en eso. Deseaba borrar todo vestigio de los vencidos. Quería estar convencido que todas las mujeres habían sido forzadas repetidamente durante dos lunas. Nadie de la estirpe derrotada debía sobrevivir y para eso mandó matar a todos los varones y reventó el vientre de todas las preñadas que se encontró. Las cabezas de sus jefes fueron colgadas en jaulas a la entrada del poblado. Se coronó rey supremo de aquel gineceo de mancilladas. Tomó por esposa a Vana, la sacerdotisa, la mujer más bella que había podido resistir indemne y sobrevivir a los ultrajes. El matrimonio duró hasta la noche de bodas. La druida le maldijo después de haberla hecho suya y él, impasible, hundió el puñal en su pecho y con las dos manos le arrancó el corazón que humeante se lo dio a comer a los perros famélicos que aguardaban en el exterior de la cabaña nupcial. Pensó que así desharía el sortilegio de Vana. Vartok se mantenía fiel a su sino y no conocía otro color que no fuera el rojo de sangre. Allí donde sus sandalias hollaban todo se volvía bermellón.

De pequeño le advirtieron que no violase la ley suprema del Dios de la Montaña. No estaba en su memoria pero seguía los pasos de su padre. Como si fuese un ciclo sin fin donde el sueño se transformaba en pesadilla, a la que inexorablemente le seguía el mal humor sanguinario de una vigilia hambrienta de venganza para volver a sucumbir en la embriagada pesadez de Morfeo. Vartok no creía en preceptos, ni en reglas. Deseó poseer el cuerpo de su cuñada Nava. No dudó en matar a su hermano y así tomó por esposa a su viuda. Tendría que vivir justo para poder darle un heredero. La vigilaron día y noche. La confinaron lejos de la orilla del tramo más profundo del río. Mantuvieron los puñales y demás armas fuera de su alcance. Se negó a comer. La obligaron a alimentarse. Nava, en su agonía tuvo una última lucidez. Decidió acabar para siempre. Volvió a comer. Tenía que llenar su vientre antes que el monstruo que crecía en sus entrañas fuese arrojado al mundo para perpetuar la saga de Vartok. Nada sospecharon. Se lo comía todo y mientras más ingería más alimento demandaba. Las mujeres comprendieron su actitud y su necesidad. Fueron solidarias. Le ayudaron. No fue fácil traspasar el control de los guardianes pero consiguieron hacerle llegar una mezcla fatal de belladona y cantárida, suficiente para finalizar sus penas.

Vartok lleno de desasosiego huyó a la montaña. En sus noches no paraba de repetirse la pesadilla. Se veía caminando por un interminable y oscuro túnel con la mano puesta sobre el corazón. Si alejaba la mano sentía una quemazón en su interior. En su andadura siempre se cruzaba con una jauría de perros rabiosos que se le tiraban sobre su seno. Entonces descubría un hueco traslúcido en el sitio que debía ocupar el núcleo de su alma y por el que los canes furiosos le empezaban a devorar. Los más torpes y rezagados se contentaban dando cuenta de sus dedos y extremidades. Creyó que en la montaña encontraría la paz. Imploró, aunque con cierta soberbia, acabar para siempre con el delirio. Como su progenitor, como todos los de su linaje, a duras penas se arrepentía de sus acciones. Cualquier roca, cualquier arbusto en los que fijaba su mirada tenían la cara de Nava pero detrás aparecía la de la maga Vana, la druida que le maldijo. Y la montaña le respondió. Escuchó su hálito abrasador. Le castigó. La tierra tembló bajo sus pies. Le llovieron cientos de piedras. Cuando cayó la última roca ardiente supo que la druida había vencido y que él, sucumbía al fatal magma justiciero que le vomitaba el cráter.

© Manel Aljama  septiembre 2008 (revisado septiembre de 2009)
Origen ilustración : Internet