jueves, 23 de mayo de 2024

Bola de Sebo de Guy de Maupassant

 


 

A lo largo de días y días seguidos, venían atravesando la ciudad los restos del ejército en derrota. Más que tropa regular, parecían hordas dispersas. Los soldados con las barbas crecidas y sucias, los uniformes harapientos, pasaban no ocultando su cansancio, sin bandera, sin disciplina. Agotados y hundidos, como incapaces de alentar una idea o tomar una decisión, caminaban mecánicamente, por costumbre ya, y caían exhaustos apenas detenerse. En su mayoría era gente movilizada, hombres de paz, no pocos de los cuales se habían limitado a disfrutar de sus salarios o sus rentas, y a los que ahora abrumaba el peso del fusil. Otros eran jóvenes e impresionables voluntarios, predispuestos al pánico o al entusiasmo y a huir como a atacar. Mezclados a ellos se distinguían aguerridos veteranos, cenizas de una división deshecha en un espantoso combate, artilleros de oscuro uniforme alineados junto a bisoños de las más diversas procedencias, entre los que relucía el acerado casco de algún dragón lento de paso, que seguía con dificultad la rápida marcha de los infantes.

Francotiradores de compañías bautizadas con nombres heroicos —Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos del Sepulcro, Los Camaradas de la Muerte— mostraban a su vez aspecto de malhechores. Los capitaneaban ex-comerciantes de paños o cereales, llegados a jefes gracias a su dinero o a la longitud de sus bigotes, y cargados de armas, de abrigos, de galones, gente que hablaba con voz mayestática, planeaba operaciones de campaña y se creían los únicos cimientos, el último sostén de una Francia agonizante cuyo destino moral gravitara por entero sobre sus espaldas fanfarronas, al tiempo que se mostraba temerosa de su propia soldadesca, tipos arriscados, valientes muchos de ellos, y también perseguidos y bribones.

Se decía que los prusianos estaban a punto de entrar en Ruán.

La Guardia Nacional, que desde hacía dos meses y con lujosas precauciones efectuaba prudentes exploraciones en los bosques inmediatos, fusilando en ocasiones a sus mismos centinelas y disponiéndose al combate cuando un conejillo estremecía la hojarasca, se retiró a sus cuarteles, y armas, uniformes, cuantos mortíferos enseres habían sembrado el terror hasta entonces en las carreteras nacionales, desaparecieron de golpe.

Acababan los últimos soldados franceses de cruzar el Sena, buscando el camino de Pont Audemer por Saint Sever y Bourg Achard, y su general los seguía entre dos ayudantes, a pie, desanimado porque nada podía intentar con las migajas de un ejército destruido y medio loco por el tremendo desastre de un pueblo habituado a vencer y por fin vencido sin gloria ni revancha, pese a su valentía.

Un hondo silencio, una ominosa y callada inquietud, abrumaban Ruán. Y muchos de sus acomodados burgueses, entumecidos por el comercio, esperaban con ansia la aparición de los invasores, preocupándose porque pudieran juzgar armas de combate un asador o un cuchillo de cocina.

La vida quedó paralizada, las tiendas se cerraron, enmudecieron las calles. Algún raro transeúnte, acobardado por el funesto silencio, rozaba apenas el revoque de las fachadas al deslizarse furtivamente.

Y esas zozobra e incertidumbre hicieron por fin deseable que llegara de una vez el enemigo.

La tarde del día siguiente al de la retirada de las tropas francesas, ya surgieron sin saberse cómo ni por dónde algunos lanceros ulanos, que atravesaron la ciudad a galope tendido. Después, una oleada negra hizo su aparición por el lado de Santa Catalina, mientras otros dos contingentes germánicos llegaban desde Darnetal y Boisguillaume. A la misma hora, las vanguardias de los tres cuerpos se congregaron en la plaza del Ayuntamiento y en seguida, por todas las calles, fue afluyendo el ejército triunfador, batallones y batallones que hacían resonar el empedrado a un recio y rítmico compás.

Las órdenes de mando, guturalmente voceadas, resonaban a lo largo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, y tras los entornados postigos algunos ojos inquietos espiaban al invasor, dueño ahora de la ciudad y, por derecho de conquista, de vidas y haciendas. A oscuras en sus casas, los ciudadanos sentían esa desesperación que ocasionan las catástrofes, los grandes trastornos que devastan la tierra y que convierten en pólvora mojada toda cautela, toda energía. Esa misma sensación es la que surge cuando se quiebra un orden establecido, cuando desaparece la seguridad personal y cuanto protegen las leyes humanas queda en manos de una brutalidad feroz e inconsciente. Un temblor de tierra que aplasta al vecindario entero entre los escombros, un río inundado que arrastra junto a los cadáveres de los campesinos ahogados los de sus bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejército vencedor que pasa por las armas a quienes aún se defienden, hace prisioneros a quienes le parece, depreda en nombre de las armas victoriosas y ofrenda sus preces a cañonazo limpio, son otros tantos azotes que destruyen muchas creencias en la eterna justicia, mucha de la confianza que nos enseñaron a tener en la protección del cielo y en el buen juicio de los hombres.

Después del triunfo, la ocupación. A cada puerta se acercaba un tropel de alemanes; luego la franqueaban y se alojaban en la casa. Y los vencidos se veían obligados a mostrarse atentos con sus vencedores.

Desvanecidos ya los primeros temores, al cabo de unos días se restableció la calma. Un oficial prusiano se sentaba en muchas casas a la mesa de una familia. Por educación o sentimientos delicados, algunos de ellos manifestaban su pesar por la suerte de Francia y su repugnancia por haberse visto obligados a tomar parte activa en la contienda. Y esas palabras eran agradecidas, por lo que además pudieran tener de posible protección si se presentaba el caso y porque, con adulación, quizá pudieran evitarse los trastornos y gastos de más alojamientos. ¿De qué servía molestar a los poderosos de quienes ahora se dependía? Hacerlo, ¿no era más temerario que patriótico? Y la temeridad no es un defecto de los burgueses de Ruán, como lo fue en aquellos otros tiempos de heroicas defensas que dieron gloria a la ciudad. Pretextando la caballerosidad francesa, se argumentaba que no podían ser criticadas las atenciones dentro de casa con el soldado extranjero, mientras que no se le prodigasen en público. Por la calle, como si nunca lo hubieran visto. Pero en casa todo era distinto y le trataban tan bien que aun retenían cada noche a su alemán en la tertulia familiar junto al fuego.

Poco a poco, la ciudad recuperaba su pacífica apariencia. Los franceses salían poco, pero los prusianos animaban a todas horas calles y plazas. Y, al fin y al cabo, estos húsares azules que arrastraban arrogantemente sus chafarotes por la acera no demostraban a los ciudadanos mayor desprecio del que el año anterior les manifestaran los oficiales franceses que frecuentaban los mismos cafés.

Sin embargo, algo sutil flotaba en el aire, algo especial y desconocido, una atmósfera rara e insoportable como una peste difundida: la de la invasión. Saturaba las viviendas y las vías públicas, cambiaba el gusto de la comida, creaba la misma impresión que cuando, muy lejos de la propia tierra, alguien se encuentra entre tribus amenazadoras y bárbaras.

Y los vencedores exigían dinero, mucho dinero, que los ricos de Ruán pagaban sin chistar. Pero, cuanto más adinerado es el comerciante normando, más sufre al verse obligado a poner en manos de otro una parte de su fortuna, por pequeña que sea.

Pese a la sumisión aparente, a dos o tres leguas de la ciudad, bajando por el río a Croiset, Dieppedalle o Biessart, los pescadores y barqueros sacaban con frecuencia del agua el cadáver hinchado de algún alemán, muerto de una puñalada o un palo, con la cabeza aplastada por una piedra o empujado a las aguas desde lo alto de un puente. Y, en muchas otras ocasiones, el fango del río amortajaba para siempre a las víctimas de esas oscuras venganzas, de esas salvajes y legítimas represalias, anónimos heroísmos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas a campo abierto y sin su estruendo de gloria. Porque el odio que inspira el invasor arma siempre las manos de algunos valientes, resignados a morir por una idea.

Pero como los alemanes, pese a haber sometido Ruán al rigor de una inflexible disciplina, no cometían las atrocidades que antes de su llegada les dieran fama de crueles, se restableció el ánimo de los vencidos y las conveniencias del negocio se impusieron de nuevo entre los comerciantes de la región. Algunos de ellos tenían pendientes asuntos de importancia en El Havre, ocupado aún por las fuerzas francesas, y discurrieron una intentona para llegar a ese puerto, yendo en coche hasta Dieppe donde podrían embarcar.

Valiéndose de la influencia de varios oficiales alemanes, a los que se trataba con especial amistad, obtuvieron del general un salvoconducto para el viaje.

Luego contrataron una espaciosa diligencia de cuatro caballos, para diez personas que reservaron previamente sus plazas, y se fijó la salida para un martes. Convenía partir muy temprano, a fin de evitar la curiosidad y la aglomeración de viandantes.

Pocos días antes, las heladas habían endurecido la tierra; el lunes, sobre las tres, espesos nubarrones movidos por el viento del norte descargaron una imponente nevada que se prolongó la tarde y la noche enteras.

A las cuatro y media de la madrugada, los viajeros estaban ya en el patio del Hostal Normando, donde debían tomar la diligencia.

Venían muertos de sueño y tiritaban de frío, arrebujados en sus mantas de viaje. Casi no podía distinguírseles en la oscuridad, y las superpuestas y pesadas prendas de abrigo conferían a todos ellos un aspecto de sacerdotes barrigudos, tocados con largas sotanas. Dos de los viajeros se reconocieron; otro se acercó y hablaron.

—Yo voy con mi mujer.

—Yo también.

—Y yo.

El primero agregó:

—Pensamos no volver a Ruán, y si los prusianos se aproximan a El Havre, nos embarcaremos hacia Inglaterra.

De ideas y naturaleza semejantes los tres, sus aspiraciones eran idénticas sin duda.

El carruaje estaba aún sin enganchar. Llevado por un mozo de cuadra, un farolito irrumpía de vez en cuando por una puerta oscura para desaparecer por otra inmediatamente. Los caballos golpeaban el suelo con sus cascos, en un rumor amortiguado por la paja de sus yacijas, y, dirigiéndose a las bestias, se oía una voz de hombre, en algunos momentos razonable y en otros blasfemante. Un leve rumor de cascabeles delataba ya la manipulación de los arneses, rumor que se convirtió pronto en un tintineo claro y continuo, regido por los irregulares movimientos de las caballerías; cesaba de golpe y volvía a sonar con una brusca sacudida, acompañado por el seco ruido de las herraduras al chocar en las piedras.

La puerta se cerró súbitamente y callaron todos los ruidos. Helados, los viajeros tampoco hablaban; permanecían inmóviles, rígidos.

Abrillantada y temblorosa, una espesa cortina de copos blancos se desplegaba continuamente, cubría y cubría la tierra, lo sumergía todo en una espuma helada, y en el hondo silencio de la ciudad sólo se oía el roce vago, inexplicable y tenue de la nieve al caer, que es una sensación más que un ruido, aunque parece cubrir el mundo.

El mozo reapareció con su farol, tirando de un caballo que lo seguía de mala gana. Lo acercó a la lanza, enganchó los tiros, dio vueltas a este y aquel lado asegurando los arneses, y todo lo hacía con una sola mano, sin soltar de la otra el farol. Cuando se dirigía otra vez a las cuadras para sacar la segunda caballería, distinguió a los inmóviles viajeros, blanqueados ya por la nieve.

—¿Por qué no suben al coche y estarán a cubierto por lo menos? —les dijo.

No se les había ocurrido y esa sugerencia les movió a precipitarse a sus asientos. Los maridos instalaron a sus tres mujeres en la parte delantera y subieron a su vez; en seguida, otros bultos confusos y arropados fueron acomodándose como podían, sin cruzar una palabra.

En el suelo de la diligencia había una buena cantidad de paja, en la que se hundían los pies. Las señoras llevaban calentadores de cobre a carbón químico y, mientras los preparaban, charlaron a media voz, cambiando impresiones sobre el buen resultado de aquellos aparatos y repitiendo cosas que, de puro sabidas, debían más bien tener olvidadas.

Finalmente, una vez enganchados a la diligencia seis rocines en lugar de cuatro porque las dificultades aumentaban con el mal tiempo, una voz preguntó desde el pescante:

—¿Están ya todos?

Otra respondió desde dentro:

—Sí. No falta nadie.

Y la diligencia se puso en marcha.

Avanzaba lenta, lentamente, a paso corto. Las ruedas se hundían en la nieve, la caja chirriaba con sordos crujidos, las caballerías resbalaban, resoplaban, humeaban, y el enorme látigo del mayoral restallaba sin descanso, recorría el aire en todos sentidos, doblándose o desplegándose como una culebra y cayendo bruscamente sobre la grupa de algún caballo remiso, que se agarraba entonces mejor a la nieve, gracias a su mayor esfuerzo.

Aumentaba imperceptiblemente la claridad y aquellos ligeros copos que uno de los viajeros de Ruán había comparado a una lluvia de algodón, dejaron de caer. Entre las nubes pesadas, oscuras, se colaba un resplandor amarillento que hacía resaltar más la resplandeciente blancura de los campos, en la que destacaba una fila de árboles cubiertos de escarcha o una choza con su caperuza de nieve.

A esa triste claridad de una aurora lívida, los pasajeros empezaron a observarse curiosamente.

El uno frente al otro, ocupando los dos asientos mejores de la parte delantera, dormitaban el señor y la señora Loiseau, almacenistas de vinos en la calle Grand Port.

Antiguo dependiente de un tabernero, Loiseau hizo fortuna continuando por su cuenta el negocio que había sido la ruina de su ex-jefe. Adquirió fama de pillo redomado al vender barato un vino pésimo a los taberneros rurales, y era un auténtico normando, rebosante de astucia y jovialidad. Tanto como de sus pillerías se hablaba también de sus agudezas, no siempre discretas, y de sus bromas de toda clase; nadie solía referirse a él sin agregar como indispensable estribillo: «Este Loiseau es insustituible»… De corta estatura, una barriga hinchada como un globo subrayaba la pequeñez de su cuerpo, rematado por una cara enrojecida entre dos patillas canosas.

Alta, fuerte y decidida, con gran entereza en la voz y seguridad en sus opiniones, su mujer era el orden, la precisión aritmética de los negocios de la firma, en tanto que Loiseau atraía por su bulliciosa actividad.

Muy dignos, como miembros de una casta elegida, iban sentados junto a los Loiseau en la diligencia el señor Carré-Lamadon y su esposa. Él era un hombre enriquecido en la industria algodonera, dueño de tres fábricas, caballero de la Legión de Honor y diputado provincial. Siempre fue contrario a la idea imperialista y comandaba un grupo de oposición tolerante, sin otro fin que el de hacer valer sus «tolerancias» al Gobierno, al que combatía, para usar sus propias palabras, «con armas corteses».

Mucho más joven que su esposo, de la señora Carré-Lamadon se decía ser el consuelo de los militares distinguidos, jóvenes y arrogantes que iban destinados a Ruán. Menuda, bonita, sentada frente a su esposo y envuelta en su abrigo de pieles, la dama contemplaba ahora con ojos lastimosos el interior de la diligencia.

Inmediatos a ellos estaban el conde y la condesa Hubert de Breville, descendientes de uno de los más nobles y antiguos linajes de toda Normandía. El conde, un viejo aristócrata de gallardo aspecto, hacía todo lo posible para exagerar mediante artificios su natural parecido con el rey Enrique IV, quien, a tenor de orgullosa tradición de su familia, tuvo amores y un hijo con una Breville, cuyo marido, por honra tan singular, fue nombrado conde y gobernador de provincia. Compañero del señor Carré-Lamadon en la Diputación de Ruán, Breville representaba al partido de Orleáns. Su matrimonio con la hija de un modesto consignatario de Nantes fue incomprensible y seguía pareciendo misterioso. Pero como la nueva condesa lució desde el primer momento aristocráticas maneras y recibía en casa con una distinción que se hizo célebre —y que hasta dio que hablar sobre si estuvo o no en relación amorosa con un hijo de Luis Felipe—, fue aceptada y agasajada por las señoras de más noble alcurnia, y sus reuniones resultaban las más solemnes y encopetadas, las únicas donde aún se conservaban costumbres de rancia etiqueta, y en las que era difícil ser admitido. Al decir público, las propiedades de los Breville les deparaban medio millón de francos de renta.

Por imprevista casualidad, las señoras de aquellos tres acaudalados caballeros, representantes de una sociedad serena y fuerte, personas distinguidas y sensatas que respetan la religión y los principios, se hallaban juntas y del mismo lado cuyos otros dos asientos estaban ocupados por dos monjas, que hacían correr incesantemente las cuentas de sus rosarios, desgranando padrenuestros y avemarías.

Una era vieja, con el rostro descarnado y comido por la viruela, como si hubiera recibido una perdigonada en plena cara. La otra, de aspecto quebradizo, inclinaba sobre un pecho de enferma una cabeza primorosa y febril, consumida por la devastadora fe de los mártires y los iluminados.

Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían especialmente las miradas.

El tipo, muy conocido en todas partes, se llamaba Cornudet. Fiero demócrata y terror de la gente respetable, su barba rubia estaba salpicada desde hacía veinte años por la cerveza de todos los cafés y tabernas populares. Había derrochado una regular fortuna, que le dejó su padre, un antiguo pastelero, y esperaba impaciente el triunfo de la República para conseguir al fin el puesto merecido por los incontables malos tragos que sus ideas revolucionarias le habían deparado. Al caer el Gobierno el 4 de septiembre, un error o una broma intencionada hicieron creer a Cornudet que había sido nombrado prefecto, pero, al ir a tomar posesión de la Prefectura, los ordenanzas, únicos empleados que en ella quedaban, se negaron a admitir su autoridad, lo que le contrarió hasta el punto de hacerle renunciar para siempre a sus aspiraciones políticas. Bonachón, inofensivo, servicial, Cornudet había intentado, sin embargo, organizar la defensa de Ruán con invencible ardor, haciendo abrir zanjas en los llanos, talando las arboledas vecinas, instalando cepos en todos los senderos. Y, al aproximarse los invasores, se retiró de prisa a la ciudad, orgulloso de su obra; después, sin duda, había supuesto que su presencia podía ser más provechosa en El Havre, necesitado quizá de nuevos atrincheramientos.

La mujer sentada a su lado era una de las que llaman de vida fácil, famosa por su prematura obesidad, que le valía el remoquete de Bola de Sebo. De estatura menos que mediana, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos como ristras de salchichas gordas y enanas, lucía una piel suave y lustrosa, y un pecho enorme, rebosante. Su lozanía era a pesar de todo deseable y su rostro, como una manzanita colorada o un capullo de amapola en el momento de abrirse. Poseía magníficos ojos negros, velados por largas pestañas, y una boca provocativa, pequeña y húmeda, con pequeños dientes apretados, de admirable blancura. A juicio de algunos, Bola de Sebo poseía también otras cualidades muy estimables.

Apenas reconocerla, las damas de la diligencia comenzaron a murmurar, y las expresiones «vergüenza pública», «mujerzuela», fueron pronunciadas con tal descaro que la hicieron levantar la cabeza. Bola de Sebo fijó en sus compañeros de viaje una mirada tan altanera y amonestadora que impuso de pronto silencio. Todos bajaron los ojos menos Loiseau, en el que parecía haber más deseo reprimido que disgusto.

La conversación se rehízo pronto entre las tres señoras, cuya simpatía venía a aumentar, casi hasta la intimidad, la presencia de la moza. Se creían obligadas a estrecharse, a protegerse recíprocamente, a reunir su honestidad de mujeres legales contra la vendedora de amor, contra la descarada que brindaba sus atractivos a cambio de algún dinero; el amor legalizado suele ponerse hosco y malhumorado en presencia del libre.

Y también los tres hombres, agrupados por sus ideas conservadoras en oposición a las de Cornudet, hablaban de sus intereses con fatuo y desdeñoso alarde, ofensivo para los pobres. El conde Hubert detalló las pérdidas que le causaban los alemanes, las que sumarían las reses requisadas o robadas y las cosechas abandonadas, con una altivez de señorón multimillonario, en cuya fortuna no lograban hacer mella tantos desastres. A su vez, Carré-Lamadon, precavidamente, se había curado en salud enviando a Inglaterra seiscientos mil francos, una pequeñez de que podía disponer en cualquier momento. Y Loiseau había ya vendido a la Intendencia del ejército francés todo el vino de sus bodegas, así que el Estado le debía una importante suma, que iba a cobrar a El Havre. Los tres se miraban con benevolencia y agrado; aun cuando eran muy distintos entre sí, los hermanaba el dinero; pertenecían a la clase de quienes hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del pantalón.

La diligencia avanzaba tan lentamente que, a las diez de la mañana, aún no había recorrido cuatro leguas. Los hombres se apearon varias veces para hacer ejercicio subiendo a pie algunas cuestas. Comenzaban a tranquilizarse, porque salieron con la idea de almorzar en Totes y ya se sabía que no iba a ser posible llegar allí antes del anochecer. Miraban a lo lejos, ansiosos de distinguir un figón en la carretera, cuando la diligencia se atascó en la nieve y estuvieron dos horas detenidos.

Al aumentar el hambre, se obcecaban las inteligencias y cundía la inquietud; nadie iba a atenderlos porque la temida invasión alemana y la retirada del ejército nacional habían hecho imposibles todos los recursos. Los caballeros corrieron buscando provisiones de granja en granja, llegándose a cuantas veían cercanas, pero no pudieron conseguir ni un trozo de pan, absolutamente nada; los campesinos, desconfiados y ladinos, ocultaban sus vituallas, temerosos de que, al pasar los ejércitos, faltos de víveres, se llevaran cuanto encontrasen.

Poco más de la una, Loiseau anunció que sentía un gran vacío en el estómago. A todos les ocurría algo semejante, y la inderrotable necesidad, creciendo a cada instante con más fuerza, hizo languidecer siniestramente las conversaciones, reinando al fin un silencio completo. Alguien bostezaba de cuando en cuando, otro le imitaba, contagiado, y todos, cada cual según su carácter y educación, abría la boca manifiesta o disimuladamente, cubriéndose con la mano las ansiosas fauces, en las que alentaba la angustia del hambre.

Bola de Sebo se inclinó repetidamente, como si buscara algo bajo sus faldas. Vacilaba un momento, contemplando a sus camaradas de peaje, y luego se erguía tranquilamente. Las caras, por momentos, palidecían y se crispaban, y Loiseau aseguró que pagaría a gusto mil francos por un jamoncito. Su esposa brincó inquietamente en señal de protesta, pero se calmó en seguida; para ella era un martirio la sola idea de un derroche, y ni en broma podía oír hablar de semejantes barbaridades.

—La verdad es que estoy desmayado —confesó el conde Hubert—. ¿Cómo es posible que no se nos ocurriera traer algo?

Todos se hicieron la misma reconvención.

Cornudet llevaba una botellita de ron. Ofreció la bebida y la rehusaron secamente. Pero Loiseau, menos aparatoso, se decidió a aceptar unas gotas y, al devolver la botella, agradeció la convidada.

—A fin de cuentas, calienta el estómago y distrae un poco el hambre —dijo.

Algo reanimado por el licor, propuso alegremente que, ante una necesidad tan apremiante, lo indicado era comerse al más gordo, como los náufragos de la vieja canción. Pero esta broma, con la que se aludía directamente a Bola de Sebo, le resultó tan de mal gusto a los viajeros de clase que nadie pareció oírla y sólo Cornudet sonrió. Las dos monjas acabaron de musitar oraciones y, con las manos hundidas en las anchurosas mangas, permanecían quietas, bajaban los ojos empeñadamente y, sin duda, dedicaban al Cielo el sufrimiento que les estaba enviando.

Por fin, y a las tres de la tarde, mientras la diligencia cruzaba interminables y solitarios llanos, distantes de toda población, Bola de Sebo se inclinó decididamente para sacar una cesta de debajo de su asiento.

Esgrimió primero un plato de loza fina, luego un vasito de plata y por fin una fiambrera que contenía dos pollos asados, ya en trozos y cubiertos de sustanciosa gelatina. Aún quedaban en la cesta otros manjares y golosinas, todo apetitoso y cuidadosamente envuelto: queso, frutas, pasteles, provisiones dispuestas para un viaje de tres días, con el fin de no comer en los mesones. Cuatro botellas asomaban el cuello entre los víveres.

Con gran pulcritud, Bola de Sebo tomó un ala de pollo y comenzó a comerla sobre medio panecillo de los que en Normandía llaman «regencias».

Como es natural, el aroma de la comida exacerbaba el hambre de los otros y agravaba su situación, causándoles abundante saliva y contrayendo sus mandíbulas molestamente. El desprecio que a las damas inspiraba Bola de Sebo rayó entonces en ferocidad: la hubieran asesinado, la hubieran tirado por una ventanilla con cubierto, vaso de plata, cesta y comida.

Pero Loiseau, que devoraba con los ojos la fiambrera de los pollos, dijo:

—La señorita fue más prudente que nosotros; hay quienes no descuidan nunca los detalles.

Bola de Sebo hizo un amable ofrecimiento.

—¿Gusta? ¿Le apetece algo, señor? Es malo estar todo un día sin comer.

Loiseau hizo una reverencia de hombre agradecido.

—Sinceramente, acepto —dijo—. El hambre obliga a mucho. En paz como en guerra, ¿no es cierto?

Y recorriendo a todos con los ojos, siguió:

—En momentos difíciles como este, es un alivio encontrar gente generosa.

Sacó un periódico del bolsillo y lo extendió sobre sus piernas para no mancharse. Luego, con la punta de un cortaplumas, pinchó un lustroso muslo de pollo recubierto de gelatina, tiró el primer bocado y empezó a comer tan complacidamente que su satisfacción incrementó la desventura de los demás viajeros, quienes no pudieron reprimir un suspiro.

Con palabras afectuosas y modestas, Bola de Sebo propuso entonces a las monjitas que tomaran algún alimento. Sin hacerse rogar, ambas aceptaron y, con los ojos bajos, se pusieron a comer de prisa, después de una frase de cortesía dicha a media voz. Tampoco Cornudet se mostró esquivo a las invitaciones de la moza y, con ella y las monjitas, un periódico extendido sobre las rodillas de los cuatro, construyeron en la parte posterior de la diligencia una especie de mesa donde servirse.

Las mandíbulas trabajaban sin darse tregua; hambrientas y feroces, las bocas se cerraban y abrían. En un rincón, Loiseau se despachaba a su gusto, tratando de persuadir a su esposa para que lo imitase. Ella se resistía, pero al fin, sacudida por un estremecimiento doloroso como un calambre, se rindió. El marido entonces, con retóricas florituras, pidió permiso a su «encantadora camarada de viaje» para servir a la dama una tajadita. Bola de Sebo se apresuró a responder:

—Cuando guste.

Y, sonriéndole amablemente, le tendió la fiambrera.

Al descorcharse la primera botella de burdeos, surgió un pequeño problema. No había más vasos que el de plata, así que se lo fueron pasando el uno al otro después de secar a cada servicio su borde con una servilleta. Cornudet, por galantería quizá, aplicó los labios donde los había puesto la moza.

Rodeados por la satisfacción ajena y sumidos en la necesidad propia, acosados por las provocativas y deliciosas emanaciones de la comida, los condes de Breville y los señores de Carré-Lamadon padecieron el espantoso suplicio que ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De súbito, la monísima esposa del algodonero y diputado, exhaló un llamativo suspiro que apresó todas las miradas; la blancura de su cara competía con la de la incesante nieve, sus ojos se entrecerraron y su cuerpo se dobló en un desmayo. Alarmado, el marido imploró un socorro que los otros, aturdidos a su vez, no acertaban a prestar. Por fin, la mayor de las monjas, apoyando sobre uno de sus hombros la cabeza de la dama, acercó a sus labios el vaso de plata lleno de vino. La indispuesta se repuso, sus mejillas volvieron a colorearse y dijo sonriendo que se encontraba mejor que nunca, pero con voz tan desfallecida que la monjita, insistiendo para que agotara el burdeos del vaso, advirtió:

—Es hambre. Lo que tiene usted es hambre.

Desconcertada y ruborosa, dirigiéndose a los cuatro viajeros que no comían, Bola de Sebo balbució:

—Yo les ofrezco con mucho gusto…

Pero se interrumpió, temiendo ofender con sus palabras la exquisita susceptibilidad de aquellas nobles personas. A su manera, Loiseau completó la frustrada invitación, sacando a todos del aprieto.

—¡Bueno, caramba, hay que ajustarse a las circunstancias! ¿No somos todos hermanos, hijos de Adán y criaturas de Dios? Basta de cumplidos y vamos a arreglarnos caritativamente. A lo peor ni encontramos un refugio donde pasar la noche; a este paso, puede estar mañana entrado el día cuando lleguemos a Totes.

Los cuatro, silenciosos, dudaban aún; ninguno quería asumir la responsabilidad del «sí». El conde transigió finalmente, y se dirigió con tono solemne a la tímida moza:

—Está bien. Aceptamos con gratitud su mucha cortesía.

Lo más difícil era este primer paso. Una vez pasado el Rubicón, todo fue coser y cantar. Vaciaron la cesta y se comieron, amén de los dos pollos, una terrina de fuagrás, una empanada, un trozo de lengua, pepinillos y cebollitas en vinagre, frutas, dulces…

Imposible devorarle a Bola de Sebo todas sus provisiones sin mostrarse atentos con ella. Era indispensable una conversación general en que la muchacha pudiese meter baza. Al principio, les resultaba un poco violento, pero luego Bola de Sebo les condujo muy discreta e insensiblemente hasta una confianza que echó por tierra todas las suspicacias. Las señoras de Breville y Carré-Lamadon, que tenían un trato muy delicado, se mostraron afables. La condesa en especial sacó a colación esa dulzura suave de gran dama que a todo puede arriesgarse, porque no hay en el mundo miseria que logre manchar el lustre de su alcurnia. Estuvo realmente deliciosa. En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso doblegarse: hablaba poco y comía mucho.

Se trató, naturalmente, de la guerra. Salieron a luz infamias alemanas y heroicidades francesas. Todos aquellos, que huían del peligro, elogiaban la valentía. Arrastrada por las historias de unos y de otros, Bola de Sebo, emotiva y humildemente, explicó los motivos que la forzaron a salir de Ruán.

—En los primeros momentos creí que no me iba a ser difícil quedarme en la ciudad ocupada por el enemigo, ¡sí, sí! Tenía en casa bastante comida y supuse más cómodo mantener a unos cuantos alemanes que abandonarlo todo. Pero cuando los vi, no pude contenerme, su presencia me descompuso y estuve todo el día llorando de vergüenza. ¡Mmm, quisiera ser hombre para vengarme! Débil y mujer, los veía pasar con estos ojos y se me saltaban las lágrimas viendo esos corpachones de cerdo y esos cascos puntiagudos: mi criada tuvo que sujetarme una vez para que no les tirara a la cabeza las macetas de los balcones. Después que se alojaron, al ver junto a mí, en mi casa, a esa gentuza, ya no pude aguantarme y me eché al cuello de uno para estrangularlo. ¡Y no son más duros, no! ¡Qué bien se me hundían los dedos en su garganta! Si entre todos no me lo quitan, lo dejo en el sitio. No sé cómo salí, cómo pude escaparme. Unos vecinos me escondieron y, por fin, me dijeron que podía largarme a El Havre… Por eso estoy aquí.

La felicitaron. Aquel patriotismo que ninguno de los grandes viajeros había sido capaz de sentir, agigantaba, sin embargo, a la moza, y Cornudet sonreía con complaciente y protectora sonrisa de apóstol, como cuando un sacerdote oye a un feligrés alabar a Dios, ya que los revolucionarios barbudos se abrazan al patriotismo como los clérigos a la religión. Luego habló doctrinalmente, con énfasis aprendido en las arengas de los manifiestos callejeros, y remató su discurso con una alocución magistral.

Bola de Sebo le llevó la contraria. No, no pensaba como él. Ella era bonapartista, y su indignación le encendió la cara al decir:

—¡A todos ustedes hubiera querido yo verlos en su lugar, a ver qué hubierais hecho! ¡Ustedes tenéis la culpa, el emperador es vuestra víctima! Con un gobierno de gandules como vosotros, ¿cómo se iba a vivir? ¡Pobre Francia!

Impasible, Cornudet sonreía desdeñosamente. Pero el asunto empezó a tomar un camino alarmante cuando el conde intervino, esforzándose por calmar a la irritada moza. Lo logró a duras penas y, en frases corteses, asentó que todas las opiniones deben ser respetadas.

En tanto, la condesa y la mujer del industrial, que profesaban a la República el odio implacable de las gentes distinguidas y reverenciaban con femenina sumisión a todos los gobiernos altivos y despóticos, se sentían involuntariamente atraídas hacia la mujer pública, cuyas opiniones eran ahora paralelas a las más conservadoras y empingorotadas.

La cesta se había vaciado. Repartida entre diez, aun pareció escasa su abundancia, y casi todos deploraron discretamente que no hubiera más comida. Menos animada desde que cesó el engullir, la conversación proseguía.

Al comenzar a cerrar la noche, la oscuridad se hizo cada vez más espesa y un frío punzante atacaba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, no obstante su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su calentador, cuyo carbón químico había sido ya renovado varias veces, y la moza se lo agradeció mucho porque tenía los pies helados. A su vez, las señoras Loiseau y Carré-Lamadon corrieron sus calentadores hacia los pies de las monjas.

El mayoral ya había encendido los faroles, que alumbraban vivamente la grupa de los caballos y, a uno y otro lado, la nieve del camino, que parecía desarrollarse bajo sus reflejos temblorosos.

En el interior de la diligencia no se veía nada, pero de pronto pudo advertirse un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet; Loiseau, que gozaba de unos ojos de lince, creyó notar que el hombre de la barba apartaba rápidamente la cabeza para evitar el castigo de un puñito cerrado y certero.

En el camino surgieron unos puntos luminosos. Por fin, llegaban a Totes. Al cabo de catorce horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a la Posada del Comercio.

Al abrir la portezuela, algo terrible hizo temblar a los viajeros: los tropezones de la vaina de un sable chocando precipitadamente contra las losas. Al momento, se oyeron unas palabras en alemán.

La diligencia se había detenido, pero nadie se bajaba, como si temieran que los acuchillasen al salir de ella. El mayoral se acercó, farol en mano, a la abierta portezuela y alumbró de golpe las dos filas de rostros pálidos y callados, cuyas bocas abiertas y ojos denotaban sorpresa y espanto. Junto al hombre, recibiendo también de lleno el chorro de luz, estaba un oficial prusiano joven, muy delgado y rubio, con el uniforme apretado como un corsé y ladeada la gorra de plato, que le daba un aspecto de recadero de pensión inglesa. Largas y rígidas, las guías de su bigote disminuían indefinidamente hasta acabar en un solo pelo rubio, tan delgado que no era posible distinguir dónde terminaba, y parecían mantener tirantes con su peso las mejillas y violentar un poco las comisuras de la boca.

En una mezcla de francés y alsaciano, el prusiano indicó a los viajeros que abandonaran el coche.

Humildemente, con la santa docilidad de las personas habituadas a someterse, las dos monjitas obedecieron en seguida. Después, los condes; a continuación, Carré-Lamadon y su esposa. Loiseau, luego, se hizo preceder por su media naranja y, al poner los pies en tierra, saludó al oficial.

—Buenas noches, señor.

Tan insolente como poderoso, el prusiano no se dignó responder.

Bola de Sebo y Cornudet, aunque estaban más cerca de la portezuela que todos los demás, se bajaron los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La chica procuraba contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se mesaba la barba rubicunda con mano inquieta, un tanto trémula. Ambos querían mostrarse dignos, imaginando que representaban a su patria en coyuntura tan ingrata; así, y fustigados por la comodona frivolidad de los demás, la muchacha pública se mostró más altiva que las mujeres honradas, y Cornudet, resuelto a dar ejemplo, reflejó en su actitud la posición de indómita resistencia de la que ya había hecho gala al abrir zanjones, talar bosques y minar senderos.

Después de entrar en el anchuroso hogar de la posada, el militar alemán exigió ver el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde debía constar el nombre de los viajeros con todos los detalles de su profesión y estado. Al recibir el documento, lo examinó detenidamente, comparando lo vivo con lo escrito.

—Está bien —dijo luego en tono brusco, y se retiró.

Todos respiraron. El hambre surtía aún sus efectos y pidieron la cena. Pero, como no podrían sentarse a la mesa antes de media hora, fueron a curiosear las habitaciones que les destinaron, mientras la servidumbre hacía los preparativos del yantar. Las alcobas abrían sus puertas a un largo pasillo, a cuyo extremo una mampara de arañados cristales exhibía un expresivo número.

Iban ya a sentarse a la mesa cuando el posadero se personó. Era un tal Follenvie, ex-chalán asmático y gordo, que padecía constantes ahogos, resoplidos, ronqueras y estertores.

—¿La señorita Isabel Rousset? —preguntó al entrar.

—¿Qué ocurre? —dijo, sobresaltada, Bola de Sebo.

—El oficial alemán quiere hablar con usted ahora mismo.

—¿Para qué?

—No lo sé, pero desea hablarle.

—Puede ser. Pero yo no quiero hablar con él.

Cundió en el aire una preocupación; todos trataban de interpretar los motivos de aquella orden. El conde se acercó a la muchacha:

—Señorita, a veces hay que reprimir ciertos ímpetus. Una intransigencia por su parte podría ocasionar complicaciones serias y no debemos resistir a quien puede aplastarnos. La conversación no tendrá importancia alguna; debe tratarse de algún error deslizado en el salvoconducto.

Todos los demás se adhirieron a una opinión tan razonable. Persuadieron, rogaron, sermonearon, y al fin la convencieron, ya que temían los problemas que de la negativa de Bola de Sebo pudieran surgir.

—Sólo lo hago por contentarles —aclaró la muchacha.

La condesa le estrechó la mano:

—Y le agradecemos su sacrificio.

La chica salió y esperaron a hacerse servir la cena hasta cuando volviera.

Cualquiera de ellos hubiera preferido ser el llamado; aquella iracunda muchacha podía cometer alguna indiscreción y cada cual preparaba ya en su coleto varias medidas insulsas, por si tenían que comparecer. Pero a los cinco minutos, Bola de Sebo reapareció encendida, desesperada, murmurando:

—Miserable… ¡Oh qué miserable!

Todos quisieron saber, pero ella no contestó a ninguna pregunta y se limitaba a repetir:

—Es cosa mía, sólo mía, y a nadie le importa.

Se hizo el silencio en torno a la humeante sopera y, pese a los augurios nefastos, se cenó bien y alegremente. La sidra era muy aceptable, y los Loiseau y las monjas la tomaron para ahorrar; los demás pidieron vino, menos Cornudet, que se hizo servir cerveza. Poseía un estilo especial para descorchar la botella, remontar la espuma, ojearla inclinando el vaso y alzando éste para ver al trasluz su limpieza. Cuando bebía, sus grandes barbas, de igual color que la cerveza, se agitaban de placer; guiñaba los ojos para no perder de vista el líquido y lo trasegaba con tanta dedicación como si fuese aquél su destino en la vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas y confundiéndolas, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la revolución. Muy probablemente, no le era posible paladear aquélla sin pensar en ésta.

El posadero y su esposa cenaban al otro lado de la gran mesa. Resoplando como una caldera vieja, Follenvie se ahogaba demasiado como para hablar mientras comía, pero ella no callaba ni por un momento. Contaba todas sus impresiones desde que vio por primera vez a los prusianos, lo que hacían, cómo hablaban los invasores, maldiciéndoles y odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos y también porque tenía un hijo en la guerra. Oronda de que la escuchara una dama de alto fuste, se dirigía siempre a la condesa. Después bajaba la voz para emitir detalles comprometidos, y su marido la aconsejaba de cuando en cuando, interrumpiéndola:

—Más prudente sería que te callases.

Pero la mujer, desoyéndolo, continuaba:

—Que sí, señora: esos hombres no hacen más que atracarse. Patatas y cerdo, cerdo y patatas. Y no crea que son limpios. ¡De eso nada! Todo lo ensucian y allí donde se ven apurados… allá va eso, dicho sea, con perdón de la mesa. Su instrucción todos los días, eso sí; venga para arriba y para abajo, a derecha y a izquierda. ¡Si trabajaran en el campo o en las carreteras de su país! Pero no, señora, ¡qué va!: esa gente no sirve para nada. Y el pobre tiene que mantenerlos para que aprendan a destruir. Yo no soy más que una vieja sin estudios, a mí no me han educado, desde luego, pero al ver cómo se cansan y revientan con ese ir y venir, digo yo: habiendo tanta gente que trabaja para servirle de algo a los demás, ¿por qué otra tiene que ser perjudicial? ¿No es una lástima que se maten los hombres, ya sean alemanes o ingleses, polacos o franceses o de donde sean? Vengarse del que nos hizo daño es malo y los jueces lo condenan, pero si les cortan el cuello a nuestros hijos como a animales en el matadero, eso no se castiga, y hay medallas para el que destruye más, ¿no es verdad? Yo no sé nada, no me han enseñado nada, a lo mejor por eso no estoy al tanto de muchas cosas, y me parecen injusticias.

Cornudet habló campanudamente:

—La guerra, señora, es una salvajada cuando se hace contra un país tranquilo, y una obligación cuando es para defender la patria.

—Sí, defenderse ya es otra cosa —murmuró la vieja—. Pero ¿no habría que ahorcar antes a todos los reyes que tienen la culpa?

La mirada de Cornudet relampagueó:

—¡Así se habla, ciudadana!

El señor Carré-Lamadon parecía reflexionar. Era admirador, sí, del heroísmo de los capitanes famosos, pero las razones prácticas de aquella posadera le hacían calibrar el provecho que reportarían al mundo cuantos brazos se adiestran en las armas, todas las infecundas energías y riquezas que se consagran a disponer y mantener las guerras, si se dedicaran a empresas que requieren siglos de desarrollo.

Loiseau se levantó y, dirigiéndose al posadero, le habló en voz baja. Follenvie, al oírle, reía, tosía, escupía, su enorme vientre saltaba de gozo con las bromas del forastero, y le apalabró la compra de seis barriles de burdeos para la primavera, cuando los invasores se alejasen.

Terminada la cena, y como era mucho el cansancio que sentían, todos se retiraron a sus habitaciones.

Pero Loiseau, detallado y sagaz observador, una vez que su mujer se hubo acostado, aplicó alternativamente ojos y oídos a la cerradura de la puerta para desentrañar lo que él llamaba «misterios de pasillo».

Al cabo de una hora, más o menos, vio pasar a Bola de Sebo, apetitosa como nunca, rebosante en su peinador de blondas blancas. Se alumbraba con una palmatoria e iba hacia la mampara de cristales arañados. Y, cuando muy poco después se retiraba, Cornudet abrió su puerta y la siguió en paños menores. Hablaron, y Bola de Sebo defendió enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau no pudo captar lo que decían, pero como por fin alzaron la voz, agarró al vuelo algunas palabras:

—¿Por qué no quieres? ¿Qué puede importarte? —dijo Cornudet. Y la moza, con irritado y arrogante ademán, le contestó:

—Amigo, hay circunstancias. No siempre se puede hacer todo y, además, aquí sería una vergüenza.

Para añadir más tarde:

—¿Que no lo comprende?… ¿Con prusianos en la casa, quizá pared por medio?

Ese patriótico pudor de cantinera que no tolera libertades frente el enemigo, debió surtir efecto en el revolucionario, quien, después de besarla ligeramente para despedirse con afecto, se retiró con lobunos pasos a su alcoba.

Bastante alterado, Loiseau abandonó su atalaya, hizo alguna cabriola y, al entrar de nuevo en la cama, despertó a su antigua y coriácea compañera, la besó y le habló al oído:

—¿Me quieres mucho, vida mía?

El silencio se adueñó de la posada y a poco vibró, sonando por doquier, un ruido que salía quizá de la bodega o el desván, un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, inacabable, con temblores de olla hirviente: el posadero Follenvie dormía.

Como acordaron proseguir viaje a las ocho de la mañana, todos estaban muy temprano en la cocina. Pero, enfundada por la nieve, la diligencia seguía en el patio solitaria, sin caballos ni mayoral. Buscaron a éste sin éxito por desvanes y cuadras y, no encontrándolo en la posada, salieron a por él y se encontraron de pronto en la plaza del lugar, frente a la iglesia, entre casitas de una sola planta y soldados enemigos. Uno de ellos pelaba patatas; otro, barbudo y grandullón, acariciaba a un niño de pecho que berreaba, tratando de calmarlo, y las campesinas, cuyos esposos e hijos estaban con «las tropas de la guerra», indicaban por señas a sus obedientes vencedores lo que había que hacer: cortar la leña, encender el fuego, moler el café. Uno de los prusianos estaba lavando la ropa de su patrona, una pobre vieja impedida…

Sorprendido, el conde Hubert interpeló al sacristán, que salía del templo, y aquel abarquillado murciélago le respondió:

—¡Ah, no; ésos no son malos! Creo que ni son prusianos. Vienen de más lejos, no sé de qué parte, y todos han dejado en su tierra casa, mujer, hijos: la guerra no les divierte. Juraría que también sus familias lloran, que también se perdieron sus cosechas por falta de brazos, que, allí como acá, la miseria y el hambre amenazaron tanto a vencedores como a vencidos. Al fin y al cabo, aquí en Totes no nos podemos quejar, porque no maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuvieran en su casa. Ya ve usted, señor, cómo entre los pobres medio marchan las cosas; son los ricos quienes hacen estas guerras crueles…

Enojado por la mutua y cordial condescendencia entre victoriosos y derrotados, Cornudet tornó a la posada; prefería encerrarse en su alcoba a ver tamaña indignidad. Loiseau tuvo una de sus frases oportunas, graciosas: «Repueblan», y Carré-Lamadon, solemne: «Restituyen».

Pero no daban con el mayoral. Al cabo de muchas búsquedas, lo hallaron tranquilamente sentado en una taberna con el ordenanza del oficial prusiano.

—¿No le dijimos que enganchara a las ocho? —conminó el conde.

—Sí, pero luego me han dado otra orden.

—¿Qué orden?

—La de no hacerlo.

—¿Quién?

—El comandante prusiano.

—¿Y por qué?

—No lo sé, pregúnteselo. No es cosa mía. Se me prohibió enganchar y no engancho, eso es todo.

—Pero ¿le dio esa orden el mismo comandante?

—No. El posadero, en su nombre.

—¿Cuándo?

—Anoche, al irse a acostar.

Bastante intranquilos, los tres caballeros volvieron a la posada.

Ya en ella, preguntaron por Follenvie, y la criada les dijo que el posadero no se levantaba hasta muy tarde, porque el asma le hacía dormir mal y tenía dicho que no le llamasen antes de las diez, a no ser que hubiera un incendio.

Quisieron entonces ver al oficial. Pero tampoco era posible, aunque se hospedaba allí, pues sólo Follenvie podía tratar con él de asuntos civiles.

Mientras los hombres esperaban en la cocina, las mujeres volvieron a sus habitaciones para acicalarse.

Cornudet se apostó bajo la saliente campana del hogar, donde ardía un buen fuego, mandó que le acercaran un pequeño velador de hierro y le sirvieran una jarra de cerveza, sacó su famosa pipa —que disfrutaba entre los demócratas ruaneses de casi tanto respeto como su dueño, la pipa que parecía tan al servicio de la patria como él— y fumó entre trago y trago, serenamente. Era una bella pipa de espuma, primorosamente labrada y tan negra como los dientes que la sujetaban, pero brillante y fragante, con una curvatura propicia a la mano. Y Cornudet, inmóvil, se pasaba los dedos por el pelo sucio y enredaba vedijas de humo blanco en la maraña de sus bigotes macilentos.

Bajo pretexto de estirar las piernas, Loiseau recorrió el pueblo para negociar sus vinos en todos los establecimientos. El conde y el algodonero hablaban de política y vaticinaban el futuro de Francia. Según el primero, todo lo arreglaría la llegada de los Orleáns; el otro sólo confiaba en un redentor ignorado, un héroe que surgiera cuando todo agonizase: un Duguesclin, una Juana de Arco, ¿y por qué no un invencible Napoleón? ¡Ah, si el príncipe imperial no fuera demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet sonreía taimadamente, como quien conoce ya los misterios del futuro, y aromaba con su pipa el ambiente.

Follenvie bajó a las diez y, ante las preguntas apremiantes, no pudo más que contestar:

—Yo tampoco sé nada. El comandante me dijo que no permitiese que engancharan la diligencia. «Esos viajeros no saldrán de aquí hasta que yo lo disponga», dijo.

Decidieron entonces entrevistarse con el prusiano, y el conde le envió una tarjeta en la que Carré-Lamadon escribió también su nombre y títulos. El oficial les mandó a decir que les recibiría cuando hubiese almorzado, para lo que faltaba una hora. Pese a su inquietud, todos comieron. Bola de Sebo parecía febril, extraordinariamente desasosegada.

Los tres señores llegaron a la mejor alcoba de la casa. El oficial los recibió medio tendido en un amplio sillón, con los pies sobre la chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envuelto en espléndida bata, requisada quizá en la villa campestre de algún nuevo rico de mal gusto. No se incorporó ni saludó. No los miró siquiera. Un estupendo ejemplar, en fin, de la soberbia desfachatez usual entre los victoriosos.

—¿Qué desean? —dijo luego.

—Seguir nuestro viaje, caballero.

—No.

—¿Sería tan amable de explicarnos por qué?

—Esa es mi voluntad.

—Me atrevo a recordarle, con el debido respeto, que traemos un salvoconducto de su general en jefe que nos permite llegar a Dieppe. De modo que, supongo, nada justifica esos rigores.

—Sólo mi voluntad. Pueden retirarse.

Hicieron una reverencia y se marcharon.

La tarde fue lamentable. No podían explicarse el capricho del prusiano y les sobresaltaban las ocurrencias más increíbles. Todos, en el comedor, se torturaban imaginando el motivo de su detención. ¿Los iban a retener como rehenes? ¿Y por qué? ¿Iban a hacerlos prisioneros? ¿Requerirían por su libertad un rescate importante? El miedo los perturbó. Los más adinerados se creían ya obligados, para salvar la vida, a verter tesoros en las manos de aquel militar insolente. Se cargaban la cabeza de embustes inverosímiles y comedias que salvaran su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como pobres arruinados; con disimulo, Loiseau guardó en el bolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al caer la noche, subieron de punto las aprensiones. Encendieron el quinqué y, como aún faltaban dos horas para la comida, decidieron jugar a las 31. Incluso Cornudet apagó su pipa y se acercó cortésmente a la mesa. El conde tomó los naipes y Bola de Sebo hizo en seguida 31. El interés de la partida alejaba el miedo. Cornudet notó que los Loiseau, de común acuerdo, hacían algunas trampas.

Cuando ya iban a servir la cena, Follenvie apareció y dijo:

—El oficial prusiano pregunta si la señorita Isabel Rousset se ha decidido ya.

En pie de un brinco, pálida en principio, arrebolada luego, Bola de Sebo tuvo un asalto de cólera tan grande que, de momento, no podía hablar. Luego estalló:

—¡Dígale a ese canalla sucio y asqueroso que no voy a decidirme! ¡Nunca, nunca!

El posadero se retiró. Todos rodearon a la moza, quien se negó de entrada a dar explicaciones, para exasperarse después:

—¿Qué quiere, qué? ¡Pues nada! ¡Estar conmigo!

Se produjo una instantánea, ilimitada indignación, y un clamor de protesta se levantó entre todos los presentes. Cornudet rompió un vaso al dejarlo de un golpe sobre la mesa y todos parecían tan conmovidos como si a todos les tocase el sacrificio exigido a la muchacha. El conde dijo que los invasores inspiraban más repulsión que miedo y que se comportaban como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo un afecto noble y cariñoso. Con los ojos bajos, las monjas callaban.

Cuando el hervor se apaciguó, cenaron. Se habló poco. Pensaban.

Las damas se retiraron pronto y los caballeros montaron otra partida de cartas e invitaron a Follenvie para sondearle con habilidad acerca de qué recursos hábiles, según él que quizá lo conocía mejor, podrían vencer el empecinamiento del prusiano. Pero el posadero sólo pensaba en sus descartes y se limitaba a repetir:

—Al juego, señores.

Tan atento estaba a la partida que hasta se le olvidaba escupir, si bien seguía respirando con angustiosos silbidos. Sus pulmones emitían todos los registros del asma, desde los más graves y hondos hasta los breves chillidos destemplados que lanzan los pollos cuando aprenden a cacarear.

Se negó a retirarse cuando su mujer, muerta de sueño, bajó en su busca, y la vieja se volvió sola, porque acostumbraba levantarse con el sol, mientras Follenvie, trasnochador por naturaleza, estaba siempre pronto a no irse a la cama hasta el alba.

Cuando todos se convencieron de que era imposible sacarle una palabra, le dejaron y cada cual se retiró a su habitación.

Tampoco al día siguiente fueron remisos los viajeros en levantarse, con una esperanza nacida de su deseo, cada vez mayor, de proseguir libremente su viaje. Pero los caballos seguían en los pesebres y el mayoral tampoco aparecía. Se entretuvieron paseando en torno a la diligencia, y luego, silenciosos, indiferentes, desayunaron junto a Bola de Sebo. Los pensamientos de la noche habían modificado su opinión: ahora casi odiaban a la moza por no haberse decidido a buscar secretamente al prusiano, preparando así a sus compañeros de camino un despertar alegre, una grata sorpresa. ¿Podía haber algo más justo? Y ¿quién lo hubiera sabido? Ella incluso tuvo la oportunidad de salvar la dignidad, dando a entender al oficial prusiano que sólo cedía por no perjudicar a todos. ¿Qué importancia, para una chica como Bola de Sebo, podía tener al fin y al cabo complacerle? Todos pensaban así, pero nadie lo manifestaba.

A mediodía, y para distraer el tedio, el conde Hubert propuso un paseo por las afueras de Totes. Se abrigaron bien y salieron; únicamente Cornudet se quedó junto al fuego y las dos monjitas pasaron casi todo el día en la iglesia o en casa del párroco.

Cada vez más intenso, el frío pellizcó los oídos y narices de los paseantes; los pies les dolían y cada paso era un tormento. Y, al avizorar los campos, encontraron tan lúgubre la vasta blancura, que volvieron sobre sus huellas con el corazón oprimido y desanimado.

Las cuatro mujeres iban delante, seguidas a breve distancia por los hombres. Convencido de que los demás pensaban como él, Loiseau les preguntó si creían que aquella mala pécora debía dar ya señales de acceder para evitar una detención indefinida. Siempre cortés, el conde dijo que no podía exigírsele a una mujer, quienquiera que fuese, un sacrificio tan humillante, si ella no se decidía por impulso propio.

Carré-Lamadon sugirió que si los franceses, según estaba planeado, tomaban de nuevo la ofensiva por Dieppe, era muy probable que la batalla se desarrollase justamente en Totes, y a los otros dos les inquietó bastante la sugerencia.

—¿Y si nos alejásemos a pie? —dijo Loiseau.

—¿Cómo? ¿Por la nieve y con mujeres? —exclamó el conde—. Además, nos perseguirían y luego nos juzgarían como prisioneros de guerra.

—Es verdad. No tenemos escapatoria.

Callaron. Las mujeres hablaban de trapos, pero en su leve conversación flotaba una desazón que las hacía opinar de manera opuesta y discutir.

Cuando menos lo recordaban, el oficial prusiano apareció al extremo de la calle. La nieve que cerraba el horizonte perfilaba su apretada cintura. Separaba al andar las rodillas, con ese movimiento típico de los militares que procuran defender del barro sus botas cuidadosamente charoladas. Se inclinó al pasar junto a las damas y miró despreciativamente a los hombres, quienes tuvieron el suficiente valor para no descubrirse, si bien Loiseau llegó a echar mano al sombrero. Bola de Sebo enrojeció hasta las orejas y las tres señoras casadas pasaron por la humillación de que el prusiano las viera por la calle con la mujer a la que trataba tan sin miramientos.

Se habló de su empaque, de su rostro. Y la señora de Carré-Lamadon, que, por ser amiga de muchos oficiales, podía opinar con fundamento, juzgó aceptable al prusiano y hasta se dolió de que no fuera francés, muy segura de que, en uniforme de húsar, podía seducir a no pocas mujeres.

Ya en la posada, no se trató más del asunto; se cruzaron, por motivos insignificantes, algunos choques; la cena, silenciosa, acabó pronto y cada cual se retiró a buscar en su aposento un remedio contra el hastío.

Al bajar por la mañana parecían fatigados. Los rostros estaban irascibles y las damas apenas si dirigieron la palabra a Bola de Sebo.

La campana de la iglesia tocó a gloria y Bola de Sebo recordó su casi olvidada maternidad, ya que tenía una criatura puesta al cuidado de unos labradores de Yvetot. El bautizo que se anunciaba la enterneció y quiso asistir a él.

Libres de su presencia y reunidos, los demás entendieron que tenían algo que decirse, algo que acordar. A Loiseau no se le ocurrió más sino que se quedara Bola de Sebo para que el prusiano los dejara seguir viaje. Follenvie fue con la embajada y regresó en seguida: no había nada que hacer. Sin oírle apenas, el oficial le había dicho que nadie se movería de allí mientras él no quedase complacido. El carácter populachero de la señora Loiseau la hizo estallar entonces:

—¡No podemos envejecer aquí! ¿No es el oficio de ésa complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno? ¡Como si no la conociéramos! En Ruán, hasta con los cocheros. Sí, señora, el cochero de la Prefectura, lo sé de muy buena tinta, ¡si compra el vino en casa! Y hoy que podría sacarnos de este aprieto, ¡hoy se pone melindrosa la muy zorra! Ese prusiano es un hombre correcto, ¿no? Ha vivido muchos días sin trato de mujer; seguramente hubiera preferido a cualquiera de nosotras, pero, para no propasarse, se conforma con la que pertenece a todo el mundo. Al fin y al cabo, respeta el matrimonio y la virtud, cuando es el amo y señor. Le bastaría con un «esta quiero» y obligar a viva fuerza, entre soldados, a la elegida.

Las damas se estremecieron. Los ojos de la Carré-Lamadon brillaron y sus mejillas palidecían como si ya se viese asaltada por el prusiano. Los hombres, que discutían aparte, llegaron a un acuerdo. En principio, Loiseau, furioso, quería entregar a la miserable amarrada de pies y manos. Pero el conde, vástago de tres abuelos diplomáticos, prefirió la habilidad.

—Tratemos de convencerla.

Se unieron a las damas y la discusión se generalizó. Todos opinaban en voz baja, con mesura. Las señoras, sobre todo, rodeaban el asunto con rebuscadas frases y encantadoras vueltas, para no proferir palabras vulgares, así que, quien de paso las hubiera oído, no hubiera sospechado sus argumentos, de tal manera encubrían con flores las más audaces torpezas. Pero como esos baños de aspaventero pudor social son muy tenues, la brutal aventura las divertía y esponjaba en el fondo, con el refinamiento de un cocinero goloso que dispone una cena excelente a la que no va a poder probar siquiera.

A su vez, el conde lanzó alusiones bastante atrevidas, aunque decorosamente dichas, que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto. La idea tan rudamente expresada por su mujer persistía en el ánimo general: «¿No es el oficio de ésa complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno?». Y la delicada señora Carré-Lamadon imaginó que, puesta en tan duro trance, menos rechazaría al prusiano que a otro cualquiera.

Organizaron el bloqueo, lo que cada uno debía decir, las maniobras oportunas; quedó trazado el plan de ataque, los trucos y astucias que debían franquearle al enemigo la ciudadela viviente.

Totalmente ajeno a la discusión, Cornudet no entraba en el juego.

Todos estaban tan animados que ni sintieron llegar a Bola de Sebo, pero el conde, advertido al momento, hizo una señal que los otros captaron. La sorpresa prolongaba el silencio, hasta que, más ducha en tretas de salón, la condesa preguntó a la muchacha:

—¿Estuvo bien el bautizo?

Bola de Sebo les dio cuenta de la ceremonia, y concluyó:

—A veces sienta muy bien rezar un poco.

Hasta la hora del almuerzo se limitaron a mostrarse amables con ella; había que inspirarle confianza y docilidad a sus consejos.

La operación se inició al sentarse todos a la mesa. Surgió primero una conversación superficial acerca del sacrificio y se trajeron a colación ejemplos famosos: Judit y Holofernes, y —sin venir a cuento— Lucrecia y Sexto, o Cleopatra sometiendo con placeres a todos los generales enemigos. Y apareció un cuento fantaseado por aquellos poderosos ignorantes, según el cual las matronas romanas iban hasta Capua para adormecer entre sus amorosos brazos al feroz Aníbal, a sus capitanes y a sus tropas mercenarias. Salieron a relucir todas las mujeres que han detenido a los conquistadores brindando sus encantos para derrotarlos con un arma potente e irresistible, las que vencieron con sus heroicas caricias a monstruos repelentes y odiados, las que sacrificaron su pureza a una justa venganza o una sublime abnegación. Discretamente, se mencionó a la aristócrata inglesa que se mandó inocular una terrible y contagiosa podredumbre para transmitirla con fingido amor a Bonaparte, quien se salvó de milagro gracias a un repentino decaimiento en el momento fatal. Y todo se decía con delicada moderación, salpicada a veces por un entusiástico elogio; de todos aquellos casos ejemplares, podía deducirse que la misión de la mujer en el mundo únicamente se reducía a sacrificar su cuerpo, entregándolo de continuo a la soldadesca afanosa.

Las dos monjitas no atendían y, ensimismadas en íntimas reflexiones, hasta es posible que ni entendiesen por dónde iban los tiros.

Bola de Sebo no abría los labios. La dejaron pensar toda la tarde. Y cuando, a la noche, estaban a punto de sentarse para cenar, apareció Follenvie con el mismo recado de la víspera. La muchacha respondió ásperamente:

—¡Que no! ¡Nunca, nunca!

En el curso de la cena, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau dijo varias impertinencias. Se rompían la sesera para encontrar nuevas heroicidades, cuando la condesa, acaso sin premeditarlo y sintiendo la irresistible comezón de dedicar a la Iglesia un homenaje, se dirigió a la monja más respetable por su edad y le pidió que narrase algunos actos heroicos de santos que habían cometido excesos criminales para los ojos humanos pero virtuosos para los de Dios, quien los juzgaba conforme a su intención de sacrificio dedicado a Él o a la salud y provecho del prójimo. Eso podía ser un refuerzo contundente y, fuera por la condescendencia natural de quienes visten hábitos religiosos o por una casualidad afortunada, la monja contribuyó a la victoria aliada con formidable eficacia. La habían creído tímida y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en incertidumbres; su doctrina era como una barra de acero; su fe no vacilaba y ningún escrúpulo enturbiaba su conciencia. Encontraba sencillo el sacrificio de Abraham; ella también hubiera matado a su padre y a su madre por obedecer un mandato divino y, en su concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. La condesa, aprovechando tan favorables palabras de su improvisada cómplice, la movió a parafrasear la edificante frase «el fin justifica los medios», con esta pregunta:

—¿Y cree, hermana, que Dios acepta cualquier camino y perdona siempre cuando es buena la intención?

—¿Cómo dudarlo, señora? Un acto punible puede muchas veces ser meritorio, según la intención que lo inspira.

Continuaron así un buen trecho, discurriendo sobre las recónditas decisiones que atribuían a Dios, ya que le suponían interesado en sucesos que, a decir verdad, no deben importarle demasiado.

Encarrilada por la condesa, la conversación adquirió un cariz hábil y discreto, de modo que cada frase de la monja contribuía a derribar la resistencia de Bola de Sebo.

Luego, apartándose del asunto del sacrificio, ya tan repetido, la monja aludió a varias fundaciones de su Orden, de la superiora, de sí misma y de su acompañante. Iban a El Havre para atender a centenares de soldados con viruela. Detalló las miserias de la cruel enfermedad y se quejó de que, mientras tan inútilmente las retenía el capricho de un prusiano, algunos franceses faltos de ayuda podían morir en el hospital. Su especialidad había sido siempre asistir a los soldados; estuvo en Crimea, en Italia, en Austria, y, al referir los azares de la guerra, aparecía de pronto como hermana de una caridad belicosa y entusiasta, nacida para recoger heridos en lo más duro de la batalla, una especie de Monja Alférez, cuyo rostro descarnado y descolorido era estampa de las devastaciones de la guerra. Al terminar, el silencio de todos corroboró la oportunidad de sus palabras.

Se retiraron después de cenar y no volvieron a encontrarse hasta la hora del almuerzo. La condesa propuso que debían ir otra vez de paseo por la tarde, y el conde, que llevó del brazo a Bola de Sebo durante el recorrido, se quedó rezagado… Eso también estaba convenido.

En tono paternal, abierto y algo displicente, propio de un hombre «serio» que se dirige a una pobre criatura, la llamó niña dulcemente, desde su alta posición y su honradez indiscutible, y sin más rodeos agarró al toro por los cuernos:

—¿Prefiere vernos aquí, víctimas del enemigo y expuestos a su violencia, o a las venganzas que seguirían inmediatamente a una posible derrota prusiana? ¿Lo prefiere a rendirse a una… generosidad que ha prodigado muchas veces?

Bola de Sebo callaba.

Razonable y atento, sin dejar de ser «el señor conde», el hombre insistía galante, con afabilidad, hasta con ternura cuando la ocasión así lo demandaba. Exaltó la «importancia de ese servicio» y habló de «imborrable gratitud». Luego, alegremente, empezó a tutearla de golpe:

—No seas despótica; deja a ese infeliz que presuma de haber amado a una mujer como no debe haberla en su tierra.

Sin despegar los labios, Bola de Sebo fue a reunirse con las señoras y, ya en la posada, se retiró a su cuarto y no compareció a la hora de la cena. ¿Qué decidiría al fin?

Follenvie se presentó y dijo que la señorita Isabel estaba indispuesta y que no la esperasen. Todos aguzaron el oído. El conde se acercó al posadero.

—¿Ya? —le preguntó.

—Sí.

Por decoro no preguntó más. Dirigió a sus compañeros una mueca de satisfacción; respiraron satisfechos y una retozona sonrisa se pintó en todos los rostros. Loiseau no pudo contenerse:

—¡Convido a champán para celebrarlo!

Y a la señora Loiseau se le amargaron un poco aquellas alegrías cuando Follenvie compareció nada menos que con cuatro botellas.

Cada cual se mostraba comunicativo y bullicioso; les rebosaban la alegría y el alivio. El conde advirtió que la señora Carré-Lamadon era desde luego muy apetecible y el algodonero tuvo frases insinuantes para la condesa. La conversación chispeaba viva, graciosa, jovial.

De pronto, Loiseau, los ojos muy abiertos y los brazos en alto, aulló:

—¡Silencio!

Callaron, estremecidos.

—¡Chssst! —insistió el vinatero, y arqueaba las cejas para imponer atención, escuchando atentamente.

—Tranquilícense —dijo al rato con gran naturalidad—. Todo va como una seda.

Pasado el susto, le rieron la gracia y luego amplió la broma. Como si viera y oyera, y luego hablara con alguien del primer piso, daba consejos de doble sentido, fruto de su ingenio de comisionista. Ponía de pronto la cara larga y suspiraba:

—¡Pobrecilla!

O mordía una frase rabiosa:

—¡Prusiano asqueroso!

Y cuando estaban más distraídos gritaba:

—¡Basta, basta!

Añadiendo entre dientes, como si reflexionara:

—Con tal de que volvamos a verla y no la mate este miserable…

Pese al pésimo gusto de aquellas chanzas, a todos divirtieron y a nadie indignaron, ya que la indignación, como todo, es relativa, depende del medio y el momento en que se produce, y allí se respiraba un aire cargado de toda suerte de malicias. A última hora, incluso las damas hicieron discretos e ingeniosos juegos de palabras. Se había bebido largamente y los ojos centelleaban encandilados. El conde, que hasta en sus abandonos conservaba su respetable apariencia, tuvo una graciosa oportunidad al comparar su satisfacción con la que pueden sentir los exploradores polares que, bloqueados por los hielos, ven al fin abrirse un camino hacia el mar libre. Todo alborotado, Loiseau se levantó a brindar:

—¡Por nuestro rescate!

Todos lo aclamaron puestos en pie, y hasta las monjitas, sumándose a la alegría general, humedecían los labios en aquella bebida espumosa que no habían probado nunca. El champán les pareció algo así como una limonada gaseada, pero más fina.

Loiseau repetía:

—¡Qué pena! Si hubiera por aquí un piano podríamos bailar un rigodón.

Cornudet, que no había dicho esta boca es mía, hizo un gesto desapacible. Parecía sumido en graves pensamientos y de vez en cuando se estiraba las barbas con violencia, como si quisiera alargarlas todavía más. Hacia la medianoche, y al despedirse, Loiseau, que caminaba tambaleándose, le dio un papirotazo en el estómago, tartamudeando:

—¿Es que no está contento? ¿No se le ocurre nada?

Erguido el rostro y encarándose a todos, como si quisiera desafiarlos con una mirada terrible, Cornudet contestó:

—Desde luego que sí. Se me ocurre decirles que han fraguado una vileza.

Se levantó y se fue repitiendo:

—¡Una vileza!

Fue como un jarro de agua fría. Loiseau no sabía que decir, pero se repuso rápidamente, rompió a reír y exclamó:

—Están verdes… Es que para usted están verdes.

Y, como no le comprendiera, explicó los «misterios de pasillo». Todos, entonces, rieron desaforadamente; parecían locos de contentos. El conde y el señor Carré-Lamadon tenían las lágrimas saltadas de risa. ¡Qué historia, era increíble!

—Pero ¿está seguro?

—¡Y tanto! ¡Como que lo vi!

—¿Y ella decía que nones?

—Por la cercanía… vergonzosa del prusiano.

—¿De veras?

—Puedo jurárselo.

Las carcajadas subieron de punto. Loiseau insistía:

—Ya comprenderán por qué no le divierte nuestra victoria.

Reían ya fatigados, aturdidos; languidecía la tertulia.

—Buenas noches.

La señora Loiseau, con su carácter de ortiga, hizo notar a su marido al acostarse que «la muy fantasma» de la Carré-Lamadon reía de mala gana, porque, pensando en lo de arriba, se le hacía la boca agua.

—Es que un uniforme las vuelve locas —añadió—. Francés, alemán, ¿qué más da? ¡Mientras haya galones…! ¡Dios mío, cómo está el mundo, qué lástima!

Y durante la noche, a lo largo del oscuro pasillo, oyeron continuos susurros, ruidos tenues casi imperceptibles, pasos de pies desnudos, frufrú de faldas. Ninguno durmió apenas y, por debajo de todas las puertas, asomaron, casi hasta el alba, los pálidos reflejos de las lámparas. El champán suele producir raros efectos y, según dicen, depara un sueño intranquilo.

Por la mañana, un claro sol de invierno hacía brillar la nieve deslumbradoramente.

Ya enganchada, la diligencia estaba pronta a proseguir viaje, mientras los pichones de blanca pluma, ojos rosados y negras pupilas picoteaban el estiércol del patio, erguidos y vagabundeantes entre las patas de las caballerías.

Con su chamarra de piel, el mayoral llenaba su pipa encaramado en el pescante y los viajeros veían satisfechos cómo les empaquetaban las provisiones para el resto del trayecto.

Sólo faltaba Bola de Sebo. Al fin compareció.

Venía algo inquieta y avergonzada, y, cuando saludó a sus compañeros de ruta, se hubiera dicho que ninguno la veía, que nadie reparaba en ella; el conde brindó el brazo a su mujer para alejarla de su contacto impuro.

La muchacha quedó desconcertada, pero, haciendo de tripas corazón, dirigió a la Carré-Lamadon un humilde y rendido saludo. La otra se ciñó a una ligera inclinación de cabeza, casi imperceptible, seguida de una altiva mirada, como de virtud que se rebela para rehusar la humillación de perdonar. Todos parecían a un tiempo despectivos y violentos, como si Bola de Sebo llevase consigo una infección contagiosa.

Fueron sentándose en la diligencia, y la moza entró al final para ocupar su asiento. Como si no la conociesen. Pero la señora Loiseau, sobresaltada, la miraba de reojo y dijo audiblemente a su marido:

—Menos mal que no me ha tocado a su lado.

El coche arrancó entre fustazos. Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo no era capaz de levantar la vista; se sentía a la vez irritada contra los viajeros, arrepentida por haber cedido a sus súplicas y manchada por las caricias del prusiano a las que tan hipócritamente la habían empujado.

Dirigiéndose a la Carré-Lamadon, la condesa puso un rápido fin a aquel agobiante silencio:

—¿Conoce usted a la señora de Estrelles?

—¡Claro! Es amiga mía.

—¡Qué mujer tan agradable!

—Sí que lo es. Encantadora. Y todo lo hace bien, ¿sabe usted?: toca el piano, canta, dibuja, pinta… Una maravilla.

El algodonero charlaba con el conde y, entre el estrepitoso rechinar de los cristales, hierros y maderas de la diligencia, se distinguían algunas de sus palabras: «Porcentaje… Vencimiento… Prima… Plazo».

Loiseau, que había escamoteado la baraja de la posada, engrasada por tres años de faena sobre mesas poco limpias, empezó a jugar a las cartas con su mujer.

Y las monjitas, asidas al grueso rosario pendiente de sus cinturones, hicieron la señal de la cruz y se lanzaron a un presuroso, acelerado murmullo, a una auténtica carrera de oremus; de tanto en tanto, besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían.

Inmóvil, Cornudet reflexionaba.

Después de tres horas de camino, dijo Loiseau recogiendo los naipes:

—Hay hambrecilla.

Y su mujer alcanzó un paquete atado con una cuerda, del que extrajo un trozo de carne asada. Lo partió en finas lonchas con pulso firme, y ella y su esposo empezaron a comer tranquilamente.

—Un buen ejemplo —dijo la condesa.

Y comenzó a desenvolver las provisiones aprestadas para los dos matrimonios. Venían en un recipiente de los que tienen en el pomo de la tapadera una cabeza de liebre indicando su contenido: un admirable pastelón de liebre, cuya sabrosa carne en picadillo aparecía atravesada por collares de fina manteca y otras gratas añadiduras. Salió luego a relucir un gran trozo de queso, envuelto en un papel de periódico donde podía leerse en gruesos tipos: «SUCESOS».

Las monjitas mordisquearon una longaniza muy especiada, y Cornudet, sumiendo ambas manos en los bolsillos del gabán, sacó de uno cuatro huevos duros y un pan del otro. Peló uno de los huevos y dejó caer en el suelo la cáscara, y en las barbas partículas de yema.

En el azoramiento de su triste despertar en la posada, Bola de Sebo no se había ocupado de la merienda e, iracunda, veía cómo todos masticaban plácidamente. Un arranque tumultuoso de cólera la crispó en principio y estuvo a punto de descargar sobre aquella gente el chorro de injurias que se le subía a la boca. Pero, tal era su abatimiento, que se le impuso y no la permitió hablar.

Nadie la miraba ni se preocupaba de su presencia; se sentía hundida en el desprecio de la honrada turba que la obligó a sacrificarse y ahora la rechazaba como a algo invencible y repugnante. No pudo por menos que recordar su hermoso cesto de provisiones devorado por aquella gente: los pollos bañados en su misma gelatina, la empanada, los pasteles, la fruta, las cuatro botellas de burdeos. Pero su indignación se quebró de golpe, como una cuerda tirante que se corta, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos tremendos para superarlos; se irguió, se tragó sus lágrimas como los niños, pero finalmente le asomaron a los ojos y rodaron por sus mejillas, rebotando en la palpitante curva de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, rígido el rostro, se mantuvo derecha, con la esperanza de que no la vieran llorar.

Pero, notándolo, la condesa hizo una seña al conde y el caballero se encogió de hombros en una especie de «yo no tengo la culpa».

Con maliciosa y triunfante sonrisa, la señora Loiseau cuchicheó:

—Llora de vergüenza.

Y las monjitas prosiguieron en sus rezos después de envolver y guardar en un papelucho el sobrante de su embutido.

Cornudet, entonces, que había terminado con sus cuatro huevos duros, estiró sus largas piernas bajo el asiento de enfrente, se reclinó, cruzó los brazos y, sonriendo como quien acierta con una broma certera y pesada, empezó a canturrear La Marsellesa.

Podía verse en todas las caras que el himno revolucionario no era del gusto de los viajeros. Nerviosos, irresolutos, intranquilos, se removían y manoteaban; sólo les faltó ladrar, como perros asustados por un organillo. Y, en lugar de callarse, el demócrata aumentó el bromazo añadiendo a la música su letra:

Patria, amor que a los hombres imanta,
conduce nuestros brazos vengadores,
Libertad, libertad sacrosanta,
enciende ya a tus leales defensores.

La diligencia avanzaba ahora a buena marcha sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, en las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el triste cielo del anochecer, entre la lóbrega oscuridad del carruaje, el canturreo vengativo y monótono prosiguió con rabiosa obstinación, obligando a sus desesperados oyentes a ritmar sus crispaciones al compás del odioso cántico.

Bola de Sebo lloraba sin cesar. A veces, un gemido al que era incapaz de contener, se barajaba a las notas del himno entre las sombras de la noche.

© Relato "Boule de suif" (1880), Guy de Maupassant

© Imatge OpenArt

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