jueves, 25 de marzo de 2010

Zapatos gastados


El coche era nuevo y destacaba en aquella calle de casas de planta baja y sin asfaltar. Juana salió como de costumbre a despedirle. Sabía que se arriesgaba a miradas indiscretas. Se tranquilizó, pues con el niño delante, nadie pensaría mal de la visita a esas horas de la mañana, cuando el marido estaría ocupado bebiendo en el bar. Se miraron. Gabriel miró los zapatos de la criatura. La suela estaba muy gastada y casi no tenían charol. Se dieron sendos besos en las mejillas. Él pensó que en la próxima cita le regalaría unos. Ya verían como justificárselo al celoso marido. Eran primos y seguramente podría aceptarlo como un presente y no como un acto de caridad.
—Tengo que cambiarle los zapatos pero hasta el viernes no cobro —murmuró ella sin dejar de mirar el elegante traje que vestía él.
—Pero los tuyos están también muy gastados —respondió él.
—Pues hasta dentro de dos meses... ¡Ya ves!
Volvieron a abrazarse mientras ella musitaba algo ininteligible. Se separaron de nuevo como con dificultad.
—¿Qué decías? —preguntó él mientras se acercaba al automóvil y esgrimía la llave.
Las miradas de Juana esquivaron sus ojos. Se centraron en las ruedas del vehículo. Allí en la calle debía esconder los sentimientos. Él contempló la torpe bata floreada de estar por casa. Debió imaginar el futuro que le esperaba si ella no se escapaba de aquel agujero.
—Me voy... que tengo el fuego encendido.
—Antonio sigue sin trabajar, ¿verdad? —preguntó él; ella se detuvo.
—¿Por qué me lo vuelves a preguntar? —Respondió ella—, ya sabes que hace años que se puso de fotógrafo. No entra un duro en casa desde entonces —bajó la cabeza—. Si no fuese por las horas que echo en ese taller de confección no tendríamos ni para la luz. ¡Pero por favor, no hablemos más del asunto! que el cura ya lo santificó.
Se hizo un silencio y ella entró en casa. El pequeño se quedó allí, fascinado por la mecánica. Gabriel no lo advirtió. La bata de rayas azules se enganchó la puerta. Arrancó y arrastró al niño unos cuantos metros. Pudo agarrarse en el picaporte.
El pequeño pasó del pánico a la fascinación por arrastre. Algunos caminantes lo advirtieron y le hicieron señales. El conductor no hizo caso y giró en la primera esquina. El niño se agarraba aún con más fuerza. La inercia lo apretó contra el coche y entonces él se dio cuenta. Frenó en seco en medio de la calle. El marido que regresaba del bar dobló la esquina en ese momento. Salió la madre que fue avisada por las atentas y vigilantes vecinas. Gabriel apenas pudo balbucear unas disculpas.
—Si no llega a ser por los zapatos gastados... —dijo la madre, casi gritando mientras abrazaba al pequeño.
—Yo fui descalzo hasta los catorce ¿por qué no va él a ir igual? —respondió Antonio con voz achispada.

©  Manel Aljama (enero 2010)
© Ilustración Marta Aljama
Basado en un hecho real acaecido entre 1967 y 1969

jueves, 18 de marzo de 2010

Estoy en Sevilla



La semana pasada estaba en el frío, lejano y distante norte. Ahora, como si de una cura reparadora se tratase, he venido aquí. Pero también se podría decir simplemente, que estoy en Sevilla, por qué no, por las veces que vengo, soy de Sevilla.

Lástima que sea por poco tiempo. Como un cuentagotas, como sorbos de café. Pero suficientes para disfrutar, en el paseo entre el hotel y el sitio de trabajo, de los aromas del azahar, del romero, y del espliego. He dejado atrás los fríos para dejarme abrazar por la primavera. Y es que Sevilla no es Sur, es primavera

¡Qué contraste!  La semana pasada en una ciudad en el antiguo fin de la tierra, me otorgaban una habitación anclada en los años setenta: con vistas al patio de luces y habitaciones deshabitadas y en permanente reforma, sin minibar, sin wifi y en el sexto piso. Un dosificador de gel en la bañera. Vamos, ¡sólo faltaba un espejo en el techo!

En cambio aquí, en un hotel junto al campo de fútbol de Don Manué todo es un lujo. Recepción atenta, amable y acogedora. De aquellas que te devuelven la mirada. Como en los tratos entre hombres, de tú a tú. Para que confíes. Para que te sientas de aquí. La habitación un lujo, perfecta, cómoda, como para estarse varios días.  Por supuesto con vistas al paseo, al verde, a los naranjos.  Y el servicio, qué voy a decir del servicio, si son las gentes las que hacen los sitios.

También contrasta la compañía que he venido a visitar. En sus oficinas centrales de Madrid, sólo falta que te desnuden. No puedes moverte hasta que el visitado venga a recogerte. En cambio aquí, el recepcionista me dice “¡cuando bahe, me devuelve la tarheta que no me quedan ya!”  Y yo, como Pedro por Sevilla, digo por su casa, se lo prometo con un “descuide, luego baho”.

El sur, me gusta el sur.

© Manel Aljama (Sevilla, 17 de marzo de 2010)
Cuadro de José Cañaveral y Pérez Sevilla (1933-1984)