domingo, 30 de noviembre de 2008
El momento
Había evitado participar en las frecuentes rebeliones que sus congéneres protagonizaban a pesar de la estricta vigilancia que había en el campo. Estaba muy contento e ilusionado pues había superado la revisión médica sin mayores inconvenientes. Era un premio que él creía bien merecido. Josef Bronski, a base de vender entre sus compañeros la ración de cigarrillos, había conseguido juntar los dos marcos que costaba la fiesta.
En el barracón número 24 le recibió el sargento Zimmer, el oficial al cargo. Alto, rubio y espigado que no se separaba de un pañuelo de finísima tela que iba y venía con frecuencia de su bolsillo a su boca. El sargento comprobó que el número tatuado en el brazo y el del remiendo que hacía las veces de etiqueta en el traje, coincidían; con parsimonia hizo la misma verificación en su hoja de visitas y cogió mecánicamente el dinero que Josef, al que casi ni miraba, le ofrecía. El visitante tenía los ojos puestos en el suelo. Levantar la vista en ese momento habría sido un acto de indisciplina quizá punible de forma muy severa o tal vez definitiva.
—Pasa A-13021. Tu número de habitación es la 5 y tienes media hora —le ordenó.
Josef cruzó el umbral y pudo por fin apreciar la diferencia entre las durísimas condiciones de su morada y la comodidad de aquel pabellón. No hacía frío. Las paredes habían sido forradas de terciopelo rojo y los ventanucos estaban tapados por gruesas cortinas del mismo color. El suelo tenía una moqueta un poco más oscura que amortiguaba el ruido de los pasos. Habían hecho separaciones que dividían el sitio en pequeñas pero auténticas habitaciones. Estaban numeradas del 1 al 10. Todas las puertas estaban cerradas. No se oía ni un susurro. Llegó a la entrada. Pensó abrir directamente la puerta, sin llamar. Dudó. Recordó la educación recibida años atrás en la sinagoga. Golpeó con los nudillos. Escuchó “adelante”. Abrió la puerta.
Se quedó petrificado. Allí estaba y le esperaba María, una mujer de aspecto frágil y enfermizo que hubiese ido directamente al gas y que seguramente debió aceptar el trabajo a pesar de poseer un cuerpo que no era excesivamente sensual o atractivo. Tampoco era fea y su contemplación seguramente despertó más de una sensación entre lastimera y compasiva. Fue capturada tras la caída de la ciudad de Gdansk que ahora los invasores llamaban Danzig. Allí estaba y le esperaba para servirle, María Bronski, su hermana.
—Es el momento —dijo Josef que no dudó en continuar con la celebración pues pensó que quizá sería su último contacto carnal y nunca más podría tener otro momento.
En el barracón número 24 le recibió el sargento Zimmer, el oficial al cargo. Alto, rubio y espigado que no se separaba de un pañuelo de finísima tela que iba y venía con frecuencia de su bolsillo a su boca. El sargento comprobó que el número tatuado en el brazo y el del remiendo que hacía las veces de etiqueta en el traje, coincidían; con parsimonia hizo la misma verificación en su hoja de visitas y cogió mecánicamente el dinero que Josef, al que casi ni miraba, le ofrecía. El visitante tenía los ojos puestos en el suelo. Levantar la vista en ese momento habría sido un acto de indisciplina quizá punible de forma muy severa o tal vez definitiva.
—Pasa A-13021. Tu número de habitación es la 5 y tienes media hora —le ordenó.
Josef cruzó el umbral y pudo por fin apreciar la diferencia entre las durísimas condiciones de su morada y la comodidad de aquel pabellón. No hacía frío. Las paredes habían sido forradas de terciopelo rojo y los ventanucos estaban tapados por gruesas cortinas del mismo color. El suelo tenía una moqueta un poco más oscura que amortiguaba el ruido de los pasos. Habían hecho separaciones que dividían el sitio en pequeñas pero auténticas habitaciones. Estaban numeradas del 1 al 10. Todas las puertas estaban cerradas. No se oía ni un susurro. Llegó a la entrada. Pensó abrir directamente la puerta, sin llamar. Dudó. Recordó la educación recibida años atrás en la sinagoga. Golpeó con los nudillos. Escuchó “adelante”. Abrió la puerta.
Se quedó petrificado. Allí estaba y le esperaba María, una mujer de aspecto frágil y enfermizo que hubiese ido directamente al gas y que seguramente debió aceptar el trabajo a pesar de poseer un cuerpo que no era excesivamente sensual o atractivo. Tampoco era fea y su contemplación seguramente despertó más de una sensación entre lastimera y compasiva. Fue capturada tras la caída de la ciudad de Gdansk que ahora los invasores llamaban Danzig. Allí estaba y le esperaba para servirle, María Bronski, su hermana.
—Es el momento —dijo Josef que no dudó en continuar con la celebración pues pensó que quizá sería su último contacto carnal y nunca más podría tener otro momento.
© Manel Aljama (maljama) noviembre 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Durísimo relato, amigo…muy bien redactado…Los tiempos de guerra deben ser terribles.
ResponderEliminarMe impactó la forma de proceder del protagonista que no le importó acostarse con su hermana cautiva. Escalofriante!
besitos
Duro y triste, como dice Sonia. Te felicito pues la forma de narrarlo es excepcional. Me ha gustado mucho, pese al agrio regusto en la boca que deja la trama. Enhorabuena.
ResponderEliminarBesos.
Carmen
Enhorabuena por dos motivos: uno es por la impecable redacción; estás consiguiendo crear tu propio, y reconocible estilo de narrar, y otro por tu atrevimiento al tocar un tema tan duro, tan escabroso como es el incesto de forma tan sutil y sin que te comprometa, ya que como narrador no opinas.
ResponderEliminar"Se hace camino al andar".
Un abrazo
Potente, duro, y seguramente vivido por alguien en su momento. Un breve perfecto. Saludos.
ResponderEliminarLa verdad es que un tema tan espinoso como el incesto, pasa a segundo plano, porque es más dolorosa la soledad, y la fragilidad de la vida de esas personoas, que aquell simple "cuestión moral".
ResponderEliminarAbrazos,
Entrellat