El timbre sonó con la misma potencia que una corneta militar iniciando el ataque. Volvió a tañer. Cruzaron las miradas. Unas, las de los dos pequeños, a medio camino entre el asombro y el miedo. Las otra, las de los progenitores, directamente de miedo. Los visitantes enseñaron papeles, órdenes dijeron.
La prole guardó silencio de circunstancias. Una lágrima tímida no pudo contenerse y resbaló por la mejilla de mamá. La más pequeña, con la boca taponada por un chupete, quizá para matar aún el más el hambre, abrió más los ojos al contemplar el fenómeno. El mayor contuvo el aliento y el brazo de él estuvo firme al lado de su pareja. No opusieron resistencia. Un grupo de operarios irrumpió en la estancia. Los cuadros fueron descolgados, el perchero de la entrada, también. El televisor, el equipo de música y un viejo ordenador fueron los siguientes objetos que salieron por la puerta. Siguió el frigorífico con su contenido dentro y la vetusta lavadora. Con celeridad desmontaron el resto de muebles que pieza a pieza y en manos de los intrusos desaparecieron escalera abajo. No dejaron ni una lámpara. Sólo el silencio interrumpido por el barullo del tránsito de un triste lunes por la mañana en una despiadada urbe.
Dos pisos más abajo y junto a la acera, la policía municipal había acordonado un pequeño rectángulo de acera con cinta de plástico, esa que es azul y blanca. Allí habían depositado uno a uno todos los enseres de una familia desahuciada. Habían cumplido su deber, las órdenes del juez a petición del banco. Al marchar, el guardia municipal saludó a la familia, había cumplido su deber...
© Manel Aljama, 30 de diciembre de 2010
ilustración encontrada en internet.