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El reo, entre estertores, se retorcía de intenso dolor. El príncipe en persona se le acercó lo más que pudo y como susurrando un grito le dijo:
—No es dolor, es Dios que entra y expulsa tu demonio, el demonio que te posee. Por eso te duele. Pero tu destino está ya en el infierno. Por eso antes de irte me beberé tu sangre. Para que no sirva de alimento en el infierno.
El infeliz se moría lentamente, empalado por una gruesa estaca, sin punta, de unos dos metros de altura que poco a poco se hundía en su abdomen aplastando las vísceras. Un clavo aseguraba que no se escapase del castigo y su muerte se viese acelerada. Era uno más, entre los miles de ejecutados, cuyos restos aún colgaban de los maderos en un lugar lleno de hedor a sangre coagulada y mezclada con la que aún estaba humeante. Manadas de perros y ratas se confundían con enjambres de moscas y con la multitud expectante y morbosa ante cada empalamiento. La palabra de Vlad era palabra de dios tanto para sus súbditos como para sus enemigos.
—No tienes escapatoria, yo soy Vlad Tepes, Príncipe de Valaquia, Draculea, el auténtico hijo del dragón. ¡Arrepiéntete de tus pecados!
—¡El hijo del demonio es lo que eres! —gritó con rabia una mujer de hábito gris y cabellera rubia que se escondía entre la multitud.
El príncipe, con precisión mecánica, dirigió una mirada a su fiel guardia moldava que rápidamente y gracias a los colaboradores entre la muchedumbre, prendieron a la joven. Se retorcía y maldecía a Vlad y a todos los santos. Los operarios prepararon otro madero y se pusieron a calentar un nuevo clavo.
© Manel Aljama (agosto 2009)
—No es dolor, es Dios que entra y expulsa tu demonio, el demonio que te posee. Por eso te duele. Pero tu destino está ya en el infierno. Por eso antes de irte me beberé tu sangre. Para que no sirva de alimento en el infierno.
El infeliz se moría lentamente, empalado por una gruesa estaca, sin punta, de unos dos metros de altura que poco a poco se hundía en su abdomen aplastando las vísceras. Un clavo aseguraba que no se escapase del castigo y su muerte se viese acelerada. Era uno más, entre los miles de ejecutados, cuyos restos aún colgaban de los maderos en un lugar lleno de hedor a sangre coagulada y mezclada con la que aún estaba humeante. Manadas de perros y ratas se confundían con enjambres de moscas y con la multitud expectante y morbosa ante cada empalamiento. La palabra de Vlad era palabra de dios tanto para sus súbditos como para sus enemigos.
—No tienes escapatoria, yo soy Vlad Tepes, Príncipe de Valaquia, Draculea, el auténtico hijo del dragón. ¡Arrepiéntete de tus pecados!
—¡El hijo del demonio es lo que eres! —gritó con rabia una mujer de hábito gris y cabellera rubia que se escondía entre la multitud.
El príncipe, con precisión mecánica, dirigió una mirada a su fiel guardia moldava que rápidamente y gracias a los colaboradores entre la muchedumbre, prendieron a la joven. Se retorcía y maldecía a Vlad y a todos los santos. Los operarios prepararon otro madero y se pusieron a calentar un nuevo clavo.