La suite estaba decorada de manera exquisitamente acogedora. Suelo de parqué cubierto de una frondosa alfombra de pelo marrón que caldeaba el ambiente. Una enorme cama “king size” con su confortable edredón blanco destacaba en la zona del dormitorio. No faltaba una pequeña cocina, un minibar con el frigorífico lleno, una cafetera de cortesía con dosis de café de calidad, un gran armario. Tenía dos zonas bien diferenciadas, la presidida por el tálamo, que quedaba enfrente de la televisión plana con lector de DVD y, otra, junto a la entrada, con un enorme sofá cama y su mesa de centro. Sobre la mesita había un portátil, curriculums y otros papeles, un enfriador de champaña con dos botellas, una de Bollinger y otra, ya destapada, de Charles Lafitte y dos copas vacías. La luz de una de las lámparas junto al sillón estaba encendida.
Juan esperaba una visita rutinaria, cerrar un negocio como tantos que se acuerdan a diario en cualquier hotel. Junto a las copas había una caja de bombones de cacao al 99% de Lindt.
La llamada del recepcionista le anunció que la esperada visita ya estaba en el ascensor. Colgó. Sonó el timbre. Se levantó para abrir la puerta. Cayó de espaldas tras el puñetazo que recibió. En la caída se golpeó la zona lumbar contra la mesa. Acababan de entrar dos individuos, uno mayor de unos sesenta años, con pelo cano cortado a navaja, de complexión fuerte y bastante bien conservado y, otro mucho más joven, de no más de treinta, moreno y un poco fondón. Sin darle tiempo a que se levantara, el joven le propinó una patada en el estómago. Juan se dobló. El más viejo empuñó la botella de Lafitte y la derramó en su cara. Juan se tapó los ojos por el escozor. El atacante enarboló la botella vacía para golpearle la cabeza. Su compañero le detuvo pero no pudo impedir que propinase a la víctima una tanda indiscriminada de puntapiés. El joven se sumó agarrando por los pelos a Juan y descargándole unos cuentos puñetazo más.
—¡No le des muy fuerte que si lo matamos nos la cargaremos! —dijo el más joven dirigiéndose al otro que no paraba de dar patadas.
—¿Tú crees? ¡Yo a este cerdo lo mato, te juro que lo mato! —respondió el viejo.
—¡No, no lo hagas! No te llenes de mierda. Seguro que saben que está aquí y que esperaba visita. No pienso ir a la cárcel por un cerdo e hijo de puta como este. Un escarmiento por cabrón ya está bien —replicó el muchacho al tiempo que le propinaba una patada en las rodillas.
Juan no sabía por dónde parar la paliza que estaba recibiendo. No podía articular una cobertura eficaz y su instinto o tal vez su astucia le hizo que se tirase boca abajo sobre la moqueta, como si estuviese inconsciente o muerto.
—¡Mira qué poco dura el cabrón de mierda! ¡Yo lo mataba, es que lo mataba!
—No hagas tonterías, Roberto, que nos tocaría recibir. Que los tiempos no son los tuyos.
—¿Tú no tienes sangre? ¡Es mi hija! ¡Es tu novia! ¿Dónde tienes tú la sangre? A mi mujer nadie con dos cojones le dice que se tiene que acostar con él para un aumento de sueldo, nadie, pero ¡nadie! Y me da igual que sea mi mujer, que mi hermana o mi madre. Lo mato y punto.
—Pero no ves que hoy día va así. Que esto es práctica común.
—¿Sí? Pues yo no sé dónde vais los jóvenes. Ya, ahora lo entiendo. A tu novia se la quieren follar y tú hasta te dejas dar por el culo por un trabajo —cambió el tono el mayor—, ¡Vaya yerno que me ha tocado!
—Que ahora son otros tiempos. ¿Es que en tu época no se hacía esto? —El suegro bajó la mirada—. A mí mi padre me ha dicho que esto ha sido siempre así, pero que entonces las mujeres eran más difíciles, Además, yo... no estoy seguro que este hombre es el que citó a Carolina aquí para eso.
—¿No? —Respondió el suegro—, Tú me dijiste que la habían citado aquí y que según mi hija era para beneficiársela.
—No, eso último no me lo dejó claro. ¿Te has fijado en los papeles que hay encima de la mesa? ¡Hay de todo!
Se hizo un silencio. Los dos hombres se miraron. A Juan le dolía todo el cuerpo pero su cerebro estaba intacto. ¿Qué haría? ¿Levantarse de súbito y golpearlos a los dos aprovechando la sorpresa? Descartó la idea porque estaba dolorido y mermado de fuerzas. El labio superior le quemaba. Había manchado de sangre la moqueta. ¿Quizá se incorporaría y con sus dotes de mando anularía los dos rufianes que además le tendrían que pagar por daños y perjuicios? Esta era quizá la mejor solución pero la más complicada ya que airearía los métodos que de tanto en tanto ponía en práctica en recursos humanos si la candidata era lo suficientemente boba como para aceptar proposiciones así.
Se incorporó lo más rápido que pudo y pilló desprevenidos a sus dos “invitados”.
—¡Muy bien, ya sé quiénes son ustedes y se las verán con mis abogados!
—Usted es —el padre de Carolina iba a acabar la frase pero Juan le interrumpió:
—Usted no sabe lo que ha hecho. No me conoce ni conoce todos los resortes que puedo activar contra ustedes dos por patanes. ¿Saben que pueden ir a la cárcel por intento de asesinato? ¡Estúpidos ignorantes! ¡Esto está lleno de cámaras y micrófonos!
Los contrincantes bajaron la cabeza al unísono. Juan prosiguió:
—¡Váyanse de mi vista! Ah, está despedida. Carolina está despedida. Retrógrados imbéciles. Le han arruinado su carrera. ¡Gilipollas! Búsquense un buen abogado. Voy a ser implacable con ustedes dos. Ah, y ella también va a recibir lo suyo. Ya lo consultaré con mi bufete.
Su inesperada visita abandonó con presteza y sin rechistar la suite. Juan abrió la botella de champagne que aún quedaba por descorchar y se sirvió una copa. Se dirigió hasta el sillón y accionó el mando de la tele. Estaba en un canal de esos que pasan documentales del mundo animal. Pensó en las escasas diferencias entre su mundo y el de la naturaleza salvaje. Comprendió una vez más, que si el mundo era despiadado con él, no iba a ser menos.
© Manel Aljama (abril 2010)
Versión libre de Suite 114