De Cafetera de mi Oficina. Foto Manel Aljama con Nokia 6103 retocada electrónicamente |
Cuando cruzaba el umbral de la puerta escuchó una voz de mando.
—¡Alto! Espera un momento
Se detuvo con calma mientras se aferraba con fuerza a su carga.
—Ten, te sobran 50 céntimos de la tarjeta del café —la voz seguía firme y mecánica.
—Gracias, puedes quedártelos —respondió sin volver la espalda y reanudó su marcha.
Fue un día duro. A media mañana, tranquilo y en silencio empezó a recoger todas sus pertenencias entre las que había, cuadernos, bolígrafos promocionales y un puñado de discos compactos. Después, arrancó las envejecidas postales de veraneo del tablón de anuncios. Mientras las apilaba iba contemplando su reverso, como si quisiera revivir los recuerdos. Siguió con el buck de cajones. En el primer cajón había un mug para tomar café americano, aún con cercos que habían resistido al detergente. Desechó los clips que ya no iba a necesitar más. Despreció el contenido del resto de cajones y reparó su atención en los diversos diplomas de pega que los compañeros le habían otorgado a lo largo de los años. Arrojó a la papelera las felicitaciones de la última navidad. Clavó su mirada en el escritorio para localizar el retrato de familia. Dudó entre lanzarlo al cubo de la basura o añadirlo a su caja de cartón reutilizable. Finalmente optó por conservarlo. Recogió su tarjeta para la máquina del café. Al verla el guardia dijo:
—Dámela. Pertenece a la empresa —obedeció, se la entregó y cerró el cajón—. Dio un último repaso al armario pero desestimó todo lo que había dentro. Agarró su caja de cartón. El guardia de seguridad le acompañó hasta la salida.
A primera hora de la mañana, antes de empezar la jornada había sonado el teléfono. El jefe de personal le pedía que subiese al despacho “de arriba”. Allí, un sujeto de no más de treinta y cinco años, con cabello a navaja y embutido en su traje perfectamente ajustado, se recostaba en su sillón. Enfrente estaba sentado también Holgado, el delegado de personal.
—Fernández, le seré franco —con una frialdad lacónica.
—Eso, sé “Franco” —Fernández “lo vio” venir todo. Nunca pensó que aquello le fuese a suceder.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—Nada, nada, cosas mías —respondió.
—A lo que íbamos —cambió el tono—, Fernández, nuestra compañía está satisfecha de sus servicios —pero en el pensamiento de Fernández no se dibujaba ninguna mención o premio—, pero necesitamos gente nueva con garra, con conocimientos actuales y que sea más flexible. Nos vemos obligados a prescindir de sus servicios. Aquí tiene una carta de recomendación, un cheque por el importe de una mensualidad.
—¿Pero? ¡Después de treinta años sin coger ni una sola baja, me echan y no me dan ni una indemnización!
—Se equivoca Fernández —sonreía intentando recordar algún párrafo de su manual en la escuela de negocios, El Príncipe de Maquiavelo—, el despido “es procedente”. Usted ha cometido tres faltas graves que están recogidas en su expediente.
—¿Tres faltas graves? Si yo no tengo ni una amonestación.
Entonces Holgado y el del traje le presionaron para que aceptase las condiciones. Se trataba de hundirse él o cincuenta más; un recurso que no fallaba nunca con las buenas personas. Aceptó y firmó sin perder la compostura. No se escuchó más discusión.
En la calle, Fernández dobló la esquina mientras el guardia de seguridad le vigilaba a distancia, quizá porque pensaba que igual se volvía.
A la mañana siguiente Holgado estaba en el despacho del director general. También le habían hecho subir.
—¡Qué desgracia! ¿Cómo nos puede pasar esto? ¡Es una gran pérdida! ¡Nos hemos visto de golpe privados de un profesional tan bueno y tan competente! —se quejaba el director.
—Fernández tiene experiencia y a pesar de su edad, encontrará un buen trabajo... —respondió el delegado.
—¡No me refiero a Fernández! Han atropellado a Ricardo Palacios, nuestro jefe de personal. Ayer cuando bajó a pasear a su perrito, un mal nacido los atropelló a los dos. Nadie lo pudo ver y no tienen ni la matrícula. Es una pena que gente de su talla y su formación nos deje. Una gran pérdida sí señor.
—¡Alto! Espera un momento
Se detuvo con calma mientras se aferraba con fuerza a su carga.
—Ten, te sobran 50 céntimos de la tarjeta del café —la voz seguía firme y mecánica.
—Gracias, puedes quedártelos —respondió sin volver la espalda y reanudó su marcha.
Fue un día duro. A media mañana, tranquilo y en silencio empezó a recoger todas sus pertenencias entre las que había, cuadernos, bolígrafos promocionales y un puñado de discos compactos. Después, arrancó las envejecidas postales de veraneo del tablón de anuncios. Mientras las apilaba iba contemplando su reverso, como si quisiera revivir los recuerdos. Siguió con el buck de cajones. En el primer cajón había un mug para tomar café americano, aún con cercos que habían resistido al detergente. Desechó los clips que ya no iba a necesitar más. Despreció el contenido del resto de cajones y reparó su atención en los diversos diplomas de pega que los compañeros le habían otorgado a lo largo de los años. Arrojó a la papelera las felicitaciones de la última navidad. Clavó su mirada en el escritorio para localizar el retrato de familia. Dudó entre lanzarlo al cubo de la basura o añadirlo a su caja de cartón reutilizable. Finalmente optó por conservarlo. Recogió su tarjeta para la máquina del café. Al verla el guardia dijo:
—Dámela. Pertenece a la empresa —obedeció, se la entregó y cerró el cajón—. Dio un último repaso al armario pero desestimó todo lo que había dentro. Agarró su caja de cartón. El guardia de seguridad le acompañó hasta la salida.
A primera hora de la mañana, antes de empezar la jornada había sonado el teléfono. El jefe de personal le pedía que subiese al despacho “de arriba”. Allí, un sujeto de no más de treinta y cinco años, con cabello a navaja y embutido en su traje perfectamente ajustado, se recostaba en su sillón. Enfrente estaba sentado también Holgado, el delegado de personal.
—Fernández, le seré franco —con una frialdad lacónica.
—Eso, sé “Franco” —Fernández “lo vio” venir todo. Nunca pensó que aquello le fuese a suceder.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—Nada, nada, cosas mías —respondió.
—A lo que íbamos —cambió el tono—, Fernández, nuestra compañía está satisfecha de sus servicios —pero en el pensamiento de Fernández no se dibujaba ninguna mención o premio—, pero necesitamos gente nueva con garra, con conocimientos actuales y que sea más flexible. Nos vemos obligados a prescindir de sus servicios. Aquí tiene una carta de recomendación, un cheque por el importe de una mensualidad.
—¿Pero? ¡Después de treinta años sin coger ni una sola baja, me echan y no me dan ni una indemnización!
—Se equivoca Fernández —sonreía intentando recordar algún párrafo de su manual en la escuela de negocios, El Príncipe de Maquiavelo—, el despido “es procedente”. Usted ha cometido tres faltas graves que están recogidas en su expediente.
—¿Tres faltas graves? Si yo no tengo ni una amonestación.
Entonces Holgado y el del traje le presionaron para que aceptase las condiciones. Se trataba de hundirse él o cincuenta más; un recurso que no fallaba nunca con las buenas personas. Aceptó y firmó sin perder la compostura. No se escuchó más discusión.
En la calle, Fernández dobló la esquina mientras el guardia de seguridad le vigilaba a distancia, quizá porque pensaba que igual se volvía.
A la mañana siguiente Holgado estaba en el despacho del director general. También le habían hecho subir.
—¡Qué desgracia! ¿Cómo nos puede pasar esto? ¡Es una gran pérdida! ¡Nos hemos visto de golpe privados de un profesional tan bueno y tan competente! —se quejaba el director.
—Fernández tiene experiencia y a pesar de su edad, encontrará un buen trabajo... —respondió el delegado.
—¡No me refiero a Fernández! Han atropellado a Ricardo Palacios, nuestro jefe de personal. Ayer cuando bajó a pasear a su perrito, un mal nacido los atropelló a los dos. Nadie lo pudo ver y no tienen ni la matrícula. Es una pena que gente de su talla y su formación nos deje. Una gran pérdida sí señor.
© Manel Aljama, noviembre 2005 (Revisado febrero 2009)
Este viejo texto de 2005 que he retocado ahora mismo viene muy a propósito de los despidos o mejor dicho de la manera de despedir que están usando algunas empresas como Pirelli: un "segurata" entrega cartas en la puerta sin dejar entrar a la gente ni a recoger sus objetos personales...
ResponderEliminarLo escribí en la época que Rosa María Mateo fue despedida de Antena 3 por un desdichado yuppi del tres al cuarto.
Esto fue bueno... sí, pues dio nuevas perspectiva a esta veterana periodista y dejó claro que A3 es una mala empresa débil ante los avatares pues no tene nadie "senior" que ayude a ver el camino antes las dificultades.
Alea jacta est
Puede que incluso sin retoques el relato tal y cómo era, igual resultaba actual. Me ha gustado Manel. Y ahora a tenor de la trama de tu texto, creo que es ahora que comienzan las exigencias de esos que tienen la sartén cogida por el mango, al quererlo convertir en una pesadilla sin seguridad, con eso del despido libre, que me han hecho reflexionar. Más o menos ya tenían los trucos para hacerlo libre y sin piedad -imagino la cara de aquellos que fueron a entrar y los despacharon los seguratas con malas maneras- aunque no es menos ético que llegues un día y te digan que prescinden de ti. Ahora sólo falta que les den el consentimiento sobre lo que demandan. ¿Dónde quedan nuestros derechos? Y ¿la ética? No sé, pero creo que si lo consiguen, llegó la hora de salir a la calle, hoy, escuchando esas exigencias de los empresarios, la Carmen más guerrera y contestataria se ha despertado. No quiero que llegue el día en el que lo próximo que exijan sea que nos bajemos los pantalones, y encima les tengamos que sonreír y darles gracias por la distinción. Creo que han perdido el norte y la perspectiva. ¿Dónde iremos a parar.
ResponderEliminarBesos.
Carmen
Recuerdo este texto de hace ya unos años en el que planteabas una situación que hoy, con los tiempos de crisis que vivimos, se hace de rabiosa actualidad. ¡Fuera "seniors" y vengan mileuristas! Prescindamos de la experiencia en pro de más altos beneficios o reducción de costos a base de nóminas ridículas. El mismo comportamiento que ha hecho que lleguemos a la depresión en la que estamos. Empresarios, banqueros y grandes financieros, pasando por constructores y políticos, ¡cuánta culpa tenéis del embrollo en el que estamos todos metidos!
ResponderEliminarHay que hacer más relatos como este, hay que denunciarlos sin tregua.
Saludos.
Monelle, Andrés gracias a los dos por vuestros comentarios. Me quedo tranquilo y así sé que como siempre, todo lo que sube baja y todo lo que baja sube. Que gracias a personas como vosotros, con ganas, despiertas, dignas e íntegras que no se dejan vencer por las adversidades.
ResponderEliminarDespido Libre
Breve, muy bueno, un final imprevisto que redondea el tema con acierto. Felicitaciones
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