Nota: este cuento es de 2010. Entonces todavía no se había suicidado nadie porque los echaban de la casa de sus sueños. He creído oportuno retomar el tema y denunciar esta estafa fabricada por políticos, empresarios y banqueros ávidos de enriquecerse en poco tiempo.
El
timbre de la puerta sonó con la misma potencia que una corneta militar al
inicio de una carga de caballería del siglo pasado.
Volvió a tañer, con la
misa fuerza de la primera vez.
Dentro,
los habitantes cruzaron las miradas. Unas, las de los dos pequeños, a medio camino entre el asombro y el miedo. Las otras, las de los progenitores, mostraban
el pánico.
No
hubo más remedio. El papá fue a abrir.
Los
visitantes enseñaron un montón de papeles, órdenes dijeron. Empezaron a leerlos
en voz alta.
Dentro,
la prole guardó un forzado silencio de circunstancias. Una lágrima solitaria y tímida no quiso
contenerse y resbaló por la mejilla de mamá. Al verlo, la más pequeña, con la
boca taponada por un chupete, quizá para matar aún el más el hambre, abrió los
ojos como platos. El mayor de los hermanos se limitó mirar en todas direcciones
mientras contenía el aliento sin saber qué hacer.
El
esposo volvió y agarró a su pareja.
Nadie
opuso resistencia.
Un
grupo de operarios subió las escaleras e irrumpió en la estancia. Los cuadros
fueron descolgados, el perchero de la entrada, también. El televisor, el equipo
de música y un viejo ordenador fueron los siguientes objetos que salieron por
la puerta. Después le tocó el turno al frigorífico. No lo habían vaciado y la
puerta se abrió en la escalera dejando salir un bote de mermelada medio vacío
que se rompió al caer. No se detuvieron
a sellar la puerta con cinta de embalar. Luego le tocó a la vetusta lavadora
que habían comprado de segunda mano y que todavía tenía ropa dentro. Con celeridad, desmontaron el resto de
muebles que, pieza a pieza y en manos de aquellos intrusos, desaparecieron
escalera abajo.
No
dejaron ni una lámpara.
Sólo
el silencio interrumpido por el barullo del tránsito de un triste lunes por la
mañana en una despiadada urbe.
Dos
pisos más abajo y junto a la acera, la policía municipal había acordonado un
pequeño rectángulo con cinta de plástico, esa que es azul y
blanca. Allí habían depositado uno a uno
todos los enseres de una familia desahuciada. Habían cumplido su deber, las
órdenes del juez a petición del banco.
Al
marchar, el guardia municipal saludó a la familia, había cumplido su deber...
©
Manel Aljama, (noviembre de 2012)
Terribles momentos para un padre de familia, tantos sacrificios y sinsabores para una culminación tan dolorosa. Como siempre tus relatos llegan al corazón. Saludos.
ResponderEliminarGracias por tu visita y tu comentario, RosaMaria. Y es que quisieran no tener razón ni haber visto venir todo esto!
EliminarUn abrazo
Qué tristeza!
ResponderEliminarNadie debería de pasar por eso, ha de ser muy difícil levantarse de ello.
Saludos.
Pus sí, Ella, sí. Y aquí además de perder la vivienda, quedan deudores de la diferencia entre el precio que se valoró y el de obtenido en la subasta. Por suerte, esa ley la han condenado en Europa y tarde o temprano, esto cambiará.
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