Madrid, ciudad de todos y de nadie, en medio de todos los caminos, origen y fin de proyectos. Quizá suene tópico, manido, sobado pero algo hay de ello. La ciudad ha sabido resistir, y las tascas también, la invasión de modernez, de pijerío y de comida rápida. Hay quien compara a Madrid con un café. Así por la mañana, la ciudad es como ese café matutino que te echas al cuerpo, el primero, en silencio pues nadie tiene voz porque quizá todavía estén saliendo del sueño. El único ruido lo hacen las tazas y las cucharillas y el crujir de las porras al ser engullidas. Quizá si hay televisor, tenga un busto parlante que cante noticias de lejanos ataques o vete tú a saber qué catástrofe natural. Afortunadamente el aroma del café te excita la pituitaria y su aroma te embriaga con la rutina del trabajo. Sólo o con leche, algo hay en el aroma que lo hace inconfundible. Hay que esperar más de dos horas para que el mismo café, sea ahora una algazara de júbilo, de saludos y de vistas al sol si esta claro o a las nubes si está cubierto. Algún valiente hasta se atreve con un botellín, eso sí, acompañado de un buen pincho de tortilla con su rebanadita de pan. Después de tres o cuatro horas, la misma taberna está llena de comensales que atacan lo que se les echa, pero para rematar el ágape, vuelve a estar el café solo o con leche, en su tacita con su inconfundible olor que da un estímulo más para poder acabar la jornada con buen humor. Jamás olvidaré el aroma de aquellas tazas de café, la visita al cine añejo pero en pié todavía, antes de ser devorado por la fiebre constructora. Pero sobre todo, ese aroma, de café, que impregna el aire que se respira, y que contrarresta con su oscuridad, la luminosidad fría de la mañana de Madrid.
© Manel Aljama - enero 2007
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