La estancia no tenía nada excepcional pero en cambio era acogedora. Se podían distinguir claramente los detalles y los gustos de cada uno de sus habitantes. Un sofá muy cómodo justo delante de un gran televisor extraplano. En el centro una mesa redonda cubierta con un mantel delicadamente bordado sobre el que descansaba una maceta de helechos sanos y frondosos. Las cortinas, sencillas y austeras, atenuaban la luz dándole al recinto una atmósfera cálida y acogedora. Las demás piezas del domicilio guardaban la misma armonía y equilibro con la salita de estar. Cuadros, colgados por él, que representaban paisajes o puestas de sol, siempre con colores tranquilos, que contrastaban con las enormes macetas de plantas de hojas generosas, que ella se cuidaba de regar. Así era también el dormitorio. Muchas veces Susana, acostumbraba a leer tumbada sobre un tálamo metálico, de los antiguos pero que hacía juego con los jarrones cargados de selva. Mientras, Diego, en el salón, miraba el fútbol por televisión y escuchaba la transmisión por la radio a través de auriculares para no interrumpir la lectura de ella.
Pero aquél día era diferente. Era el último. Tras muchos años de convivencia en concordia, con ratos de amor, de pasión, de sexo, y, últimamente de cariño, habían decidido separarse para siempre, con la misma discreción que decoraba la casa, sin discusiones, sin peleas. Susana hacía poco que había acabado de leer una novela de las que llamaban “best seller”. Incluso llegó a pensar que lo de novela venía de autor novel. Ella mismo ser rió de la ocurrencia. Se lo comentó a su compañero en lo bueno y en lo malo, de los últimos veinte años pero no pareció inmutarse.
—Escucha, Diego, es mejor así. Ha sido muy bonito. Pero es mejor que nuestra separación sea rápida y sin dolor para que podamos rehacer nuestras vidas. Aún somos jóvenes. Tú también eres joven —dijo Susana que había venido al salón, junto a Diego aprovechando el descanso del partido.
Diego se giró, se quitó uno de los auriculares de la oreja conservando el otro y la miró durante unos segundos.
—Yo no soy tan joven, Susana, ya casi tengo sesenta.
—Pero si no llegas a cincuenta y seis. Acuérdate de nuestros padres, que a los cuarenta ya estaban hechos polvo. Ahora es distinto. La vida empieza a los cincuenta.
—Eso lo dices tú, que aún no los tienes.
—Diego, me falta uno. Ya soy casi una cincuentona con muchas ganas de vivir.
Se hizo otro corto silencio. Los anuncios acabaron y comenzó la segunda parte del encuentro que era el último de la jornada dominical.
—Esta bien, no hablemos más del tema. Ya hemos discutido lo suficiente. Seamos civilizados. Tienes razón, pero déjame ver el partido, Susana. No tengas miedo, sabré sustituirte. Si no ahora, dentro de unos meses. Al fin y al cabo fue idea tuya. ¿Por qué te tienes que sentir culpable ahora? Yo no me sentí culpable cuando empecé a salir contigo, ¿verdad? Pues ahora que tú te quieres marchar, no te tortures, o por lo menos no me tortures a mí. ¡Ya no voy a llorar como un crío!
—Sabes, cariño, la pena es que yo marcho mañana lunes por la tarde y esa secretaria de dirección que has conseguido en la ETT no llega hasta el martes. Me gustaría conocer mi sustituta, aunque fuese sólo para decirle hola. Después de veinte años trabajando para ti y acostándome contigo, quería ver cómo era.
© Manel Aljama, agosto 2005/marzo 2007
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