Era una calle de cualquier ciudad. Se le acercaron. Eran dos. Por la noche. La luz de la farola más próxima apenas permitía distinguir sus facciones. Podían ser jóvenes. Estaban a poco más de metro y medio. Sacaron sus navajas y esgrimieron sus argumentos. Reclamaron lo que creían suyo. Él, obediente, metió la mano en el bolsillo para sacar la ansiada billetera.
Un súbito fogonazo derribó al que de ellos, parecía ser su jefe. Su compinche salió corriendo con prontitud. Un segundo disparo le alcanzó la pierna. Se detuvo en su escapada. Cayó al suelo. El hombre se le acercó. El atacante imploraba. Su valentía se había convertido en un repertorio de sollozos. Ya era muy tarde para rectificar su metedura de pata o tal vez su inexperiencia. Le aproximó el cañón a la sien. El otro no movió un músculo. Se escuchó el disparo. El ladronzuelo, si hubiese tenido fuerza, podría haber arrancado las baldosas de la acera con los dedos de sus manos. El hombre con calma y frialdad se guardó su arma, se alzó el cuello del abrigo y prosiguió su camino.
© Manel Aljama, diciembre de 2006
queda uno deslumbrado como el fogonazo del ultimo disparo...corto, contundente, accion y reaccion...
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