martes, 28 de octubre de 2008

¡Que cincuenta años no son nada!

En los paneles informativos instalados por La Comunidad se puede leer “Feliz 2056”. Por los altavoces instalados en todas las calles se escucha el ruido de cohetes y petardos procedentes de un simulador de efectos especiales. En el cielo se divisan los destellos holográficos de las explosiones. La mayoría de los edificios son de paredes rectas y lisas, sin balcones. La luz de las farolas es de un intenso tono ámbar. Todo tiene un aspecto de fría uniformidad. Todo menos una roulotte que está aparcada en la calle. Tiene matrícula del 2006. Parece que hay gente dentro.
—¡Despierta ya grandísimo vago! ¡Que hay que ir a por agua potable a la fuente! —se queja una mujer cuarentona de complexión esquelética y con el rostro un poco cuarteado por la ausencia de cuidados.
—¡Ya vooy! —responde una voz ronca desde un bulto en la diminuta cama. De un golpe se alza. Es un hombre de la misma edad y aspecto que su compañera. Suelta un sonoro eructo mientras se rasca la nuca. Bosteza y se estira.
—¿Crees que tus padres habrán acabado ya? —pregunta el hombre.
—No sé. Ve luego a la Oficina de Finalizaciones de la Comunidad. Yo necesito el agua. Tengo que preparar la sopa de medusas —responde la mujer mientras él se introduce en el diminuto váter.
—¿No puedes comprar otra cosa? ¡Estoy harto de comer marisco! —dice la voz masculina desde el fondo del escusado.
—¡No! Como no tenemos hijos la ayuda comunitaria no da más que para hamburguesas de soja y medusas. El pescado natural de criadero y la carne sin contaminar es para los que todavía trabajan. ¿Has trabajado tú alguna vez? —responde ella elevando la voz.
—¡No! Ya sabes que hice todo lo posible por participar en todos los concursos de la tele. No hacía falta saber nada —responde el hombre mientras se oye el rumor de la cisterna.
—¡Un día de estos nos van a expulsar de esta comunidad! ¡Ya hemos gastado la ración de disolvente orgánico y todavía estamos a martes! —Dice ella—, Siempre estás en el váter. —No recibe respuesta esta vez.
El individuo que ya estaba vestido sale del baño afeitado y con el pelo un poco más ordenado. Agarra del altillo de la caravana una garrafa vacía con capacidad para unos diez litros de agua y abandona el vehículo. Dirige sus pasos hacia una vivienda que está a pocos metros de su autocaravana. La caravana lleva ya más de un año allí. Desde que se quedó sin el derecho a la ración de combustible. Los nuevos vehículos eran eléctricos y el suyo era de gasóleo, un combustible que hacía años que no se servía.

Mira las ventanas para comprobar que no hay nadie. Mueve la cabeza y descubre por fin la ansiada buena nueva. Una nota de La Comunidad está clavada en la puerta. Se puede leer: “Vivienda disponible por finalización de sus propietarios”. Desde que el Gobierno PC (Políticamente Correcto) se instauró, muchas palabras habían quedado en desuso y se habían sustituido por otras. Raudo vuelve hacia la roulotte. Ni tan sólo se detiene a leer dónde será la ceremonia de incineración.
—¡María! ¡María! ¡Han finalizado! ¡Qué digo! ¡Se han muerto! ¡Se han muerto del todo! ¡Ya tenemos casa! ¡Cincuenta años esperando el momento! ¡Desde que nacimos! —exclama él desde el exterior del vehículo.
—¡Pero por qué chillas tanto! ¿Dónde está el agua? ¿Te crees que nos van a dar la vivienda así? ¡Hay que ir primero a la Oficina! —Responde ella en un tono airado—, ¡Ves por el agua que hoy no comemos! —añade y le cierra la puerta en las narices.
Él, cabizbajo obedece. Camina unas cuantas manzanas hasta llegar a una plaza donde en el centro está la fuente de La Comunidad, custodiada por el servicio de seguridad. Hay una cola de más de sesenta personas, todas ellas con garrafas y otros recipientes.
—No sé para que traen tanto cacharro —piensa él—, si no dan más que justo el mínimo de la ración diaria.
Decide no quedarse en la cola y arriesgarse un poco, así que va a la oficina de La Comunidad. En la entrada un enorme panel indica las tareas que se pueden realizar. Introduce su tarjeta personal en la ranura que tiene el panel y aprieta el botón correspondiente al servicio que quiere recibir. Se escucha en el altavoz: “Ascensor 1, planta 6, gracias”. Mecánicamente extrae la tarjeta y se dirige al ascensor. Una vez arriba le recibe individuo uniformado.
—¡Buenos días! Veo que viene por lo de la finalización. Sus suegros serán incinerados mañana a las once de la mañana en el Palacio del Retiro. No hacía falta que se desplazase Sr. 3387911344 —dice casi de un tirón el funcionario—, está escrito en la nota a la entrada del domicilio.
—Bueno, no venía por eso, sino para ver la posibilidad de adquirir la vivienda, que creo que todavía es de protección oficial —dice el hombre, bajando un poco la voz.
—Veamos... —dice el servidor público mientras teclea en el ordenador—, veamos que tenemos por aquí —sigue tecleando—, Un momento por favor —gira la cabeza y se dirige a 3387911344.
—Ajá ya lo tenemos. Mire, Sr. 3387911344, en efecto, la vivienda es todavía de protección oficial pero usted no tiene puntos necesarios para adquirirla. Y tampoco trabaja ni colabora en tareas comunitarias.
—Pero si dejé de trabajar y de estudiar, siguiendo al pie de la letra todo lo que anunciaban por la tele. Los dirigentes decían que era “El fin del trabajo”, “El fin de la Esclavitud” —responde airado el hombre pero le interrumpe el funcionario:
—Mire señor 3387911344, eso sucedió hace muchos años. Yo no había nacido. Comprenda que la Comunidad intenta satisfacer a todos. Trabajar no es obligatorio pero tampoco se puede facilitar la vivienda a quien no hace méritos. Yo, por ejemplo trabajo. Sirvo a todos ustedes. Colaboro con los demás.
El hombre lanza una mirada desafiante al “trabajador público” y se va sin decir ni adiós. Ya cuando está en la puerta el empleado añade:
—Si quiere, puede intentar la financiación de un banco. Si usted es ahorrador de disolvente para váter, puede canjear los puntos de ahorro que le dan por algunos meses de crédito. Consúltelo en su banco de confianza.
Nuestro hombre sale de la oficina pensando en que no tiene ningún punto por ahorro de “Sanitrit”. Es más, es deudor de esos puntos por excesivo consumo. No obstante decide entrar en el Banco Unificado para ver qué se puede hacer. Lleva ya veinte años sin dormir bajo techo duro. Desde que perdió su casa por falta de pago en el 2039. Se vio entonces obligado a alternar diferentes albergues hasta que La Comunidad le facilitó una caravana diez años más vieja que él.

Entra en la entidad bancaria por el mismo sistema de la tarjeta de identificación. No hay nadie en ese momento. Se dirige a una mesa donde hay un empleado de aspecto muy parecido al de la Oficina de Finalizaciones de La Comunidad.
—¡Buenos días! ¿Qué desea? —dice el empleado con la mejor de las sonrisas.
—Estoy interesado en contratar un crédito para adquirir la vivienda del número 5 de la calle Acacias —dice mientras entrega la tarjeta al oficinista.
El empleado la introduce en el lector de su computador al tiempo que pulsa una serie de teclas. Su expresión cambia.
—Verá Sr. 3387911344, su padre solicitó una hipoteca en el 2006. Ese crédito se llamaba de reagrupación de deudas, según dice aquí, desgraciadamente... está pendiente de pago. Falta por cubrir más del 80 % del importe. Era a cincuenta años, señor.
—¡No puede ser!
—Sí, es así. Si usted se hace cargo de los pagos puede disponer de la vivienda en menos de una semana.
—Olvídelo. No tengo puntos, no trabajo, no tengo dinero, soy un ciudadano normal —dice mientras que se levanta y se dirige hacia la calle.
—¡Pero cómo se atreve a venir a pedir un crédito un no-trabajador no-colaborador! —Le increpa el oficinista del banco—, ¡Largo de aquí! ¡Parásito social!
Sin levantar cabeza, abatido, pasa por la fuente que ya está cerrada y precintada a esa hora. Hasta el día siguiente no podrá volver a hacer cola para el agua. Está prohibido.

Dentro de la caravana el ambiente es un poco más lúgubre que de costumbre. Están comiendo algo difícil de distinguir que han sacado de unas latas.
—¡Si al menos hubieras hecho cola para el agua!
—¡Ya te dije que hice cola pero no dio para todos! ¡Cada día es peor! La cola es muy larga —responde él con la boca llena.
—¡Tanto tiempo esperando poder dar una fiesta! ¡Todas las amigas tienen casa! Sus maridos estudiaron y consiguieron trabajos aún a costa de la burla de los listos como vosotros. ¿Qué tengo yo para ponerme? ¡Eh! —se lamenta ella.
—¡No importa qué tengas que ponerte si no vamos a fiestas! —dice él mientras hace un gesto de protegerse.
—Los esclavos son ellos, que trabajan y encima tienen que pagar una vivienda que no disfrutarán nunca. Nosotros nada tenemos pero tampoco tenemos que pagar. Eso de tus amigas es peor que el feudalismo —afirma él.
—¿Qué tonterías dices? ¿Qué hablas? —responde ella.
—Decía que tienes razón querida, que cincuenta años no son nada.

© Manel Aljama maljama Agosto 2007

3 comentarios:

  1. Tus augurios no tardarán mucho en confirmarse. Ya he escuchado conversaciones muy animadas sobre el tema de la posible y futura vivienda media como respuesta al abuso al que ha llegado el precio del suelo. La gente comienza a animarse con la idea de alternativas, vease: roulotte, caravana, casita de madera, módulo, autocaravana...etc. Cualquier opción es deseable antes que hipotecar nuestra existencia por un amasijo de tochos.
    Luego está la otra cuestión: Es triste imaginar una sociedad en la que los hijos estén esperando ansiosamente la muerte de los padres para solucionar sus deudas. Todo puede llegar y todo gracias a los sinvergüenzas de siempre: los especuladores sin escrúpulos que sólo piensan en engordar como cerdos a costa de nuestra sangre.
    Un planteamiento interesante y no menos posible.

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  2. Pues yo espero que no lo aciertes todo, si bien ese tipo de parásitos ya existen y las hipotecas y la escasez de empleo, está provocando una situación incómoda y similar, tengo esperanzas en que las cosas cambien. Me ha encantado tu fina ironía al narrar los problemas con los que se enfrenta tu protagonista. ¿Dónde iremos a parar? Besos.
    Carmen

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