Botticelli Historia de Nastagio degli Onesti |
Jaled y Nayat habían pasado toda la noche retozando, uniendo sus cuerpos al ritmo que marcan los corazones encendidos y apasionados. Una humilde casucha de pastores abandonada en tierra de nadie servía para sus propósitos amatorios, lejos de familias y lejos de leyes. Aún así eran conscientes de que su amor, como todo lo humano era temporal y de que a la noche le sigue el día y al día la noche. Precisamente la noche de los amantes, la oscuridad cómplice les parecía una forma de protección. Mientras otras parejas también disfrutaban de los amaneceres y de la primavera de la vida, ellos querían extender el manto protector de la noche eternamente si pudiesen.
Llegó el alba y con ella un murmullo creciente. Se acercaban. El murmullo acabó en jaleo en cuanto la gente rodeó la morada. Los cantos lanzados por la multitud empezaron a golpear las ventanas y romper los vidrios. Golpearon la puerta insistentemente. Las pedradas daban en la puerta. Cruzaron sus miradas. Jaled comprendió que había que afrontar la situación de forma pacífica. Se incorporó y fue a abrir la puerta. Allí, el jefe de los talibanes, Kalashnikov en ristre le encañonó en el pecho. Un guijarro le alcanzó la ceja y un hilo de sangre empezó a descender mejilla abajo. Un grupo de los sitiadores arrastraron a su amante, desnuda e indefensa hasta la puerta. Unos bultos gordos enfundados en burka empezaron a arrojarle piedras de distintos tamaños. Intentó defenderse cruzando los brazos y arrojándose al suelo adoptando la posición fetal. El raptor la agarró por la cabellera forzándola a incorporarse. De entre la muchedumbre se alzó otro bulto que dijo ser el marido de la muchacha. Lanzó un exabrupto que fue seguido con risas y vítores. El jefe encañonó las mejillas imberbes del rehén. El esposo burlado dictó sentencia sin juicio y sin defensa. Los amantes fueron arrastrados hasta el cobertizo de la parte de atrás. Los disparos pusieron fin a su amor terrenal.
Llegó el alba y con ella un murmullo creciente. Se acercaban. El murmullo acabó en jaleo en cuanto la gente rodeó la morada. Los cantos lanzados por la multitud empezaron a golpear las ventanas y romper los vidrios. Golpearon la puerta insistentemente. Las pedradas daban en la puerta. Cruzaron sus miradas. Jaled comprendió que había que afrontar la situación de forma pacífica. Se incorporó y fue a abrir la puerta. Allí, el jefe de los talibanes, Kalashnikov en ristre le encañonó en el pecho. Un guijarro le alcanzó la ceja y un hilo de sangre empezó a descender mejilla abajo. Un grupo de los sitiadores arrastraron a su amante, desnuda e indefensa hasta la puerta. Unos bultos gordos enfundados en burka empezaron a arrojarle piedras de distintos tamaños. Intentó defenderse cruzando los brazos y arrojándose al suelo adoptando la posición fetal. El raptor la agarró por la cabellera forzándola a incorporarse. De entre la muchedumbre se alzó otro bulto que dijo ser el marido de la muchacha. Lanzó un exabrupto que fue seguido con risas y vítores. El jefe encañonó las mejillas imberbes del rehén. El esposo burlado dictó sentencia sin juicio y sin defensa. Los amantes fueron arrastrados hasta el cobertizo de la parte de atrás. Los disparos pusieron fin a su amor terrenal.
© Manel Aljama (abril 2009)