Toulouse-Lautrec Salón de la Rue des Moulins |
La estancia sin llegar a ser excesivamente lujosa estaba decorada en terciopelo rojo y con algunos elementos que le otorgaban cierta suntuosidad. Era la planta baja de un chalé en pleno barrio de Salamanca de Madrid y tenía que estar a la altura de las circunstancias, aunque fuese un lupanar. Por ello debía ser sino el mejor, uno de los más afamados burdeles o casas de tolerancia como decía la ley. No había mucha luz. Eso estaba bien para no distinguir con claridad los años de las pupilas ni determinar la identidad de los caballeros presentes que asistían ceremoniosamente al desfile, pase le llamaban, de las meretrices. Aquél día estaban dos visitantes nuevos, uno mayor, que por la edad debía ser el padre y otro muy joven, alto y espigado y que por su aspecto era muy probable que no alcanzase todavía la mayoría de edad. El chico parecía no poner atención al ramillete de bellezas que tenía delante. El de más edad fijó su mirada en una muchacha maciza y trigueña que fue inmediatamente blanco de las miradas de la concurrencia. Hubo una breve discusión entre los dos visitantes. La muchacha dirigió todos sus esfuerzos en congraciarse con el adolescente. Al parecer le convenció e hicieron migas. La joven pareja subió las escaleras que les conducían a la alcoba mientras que el mayor se acomodó en el sillón satisfecho por el trato. Entró entonces una señora, algo gruesa, muy maquillada y teñida de rubio platino pero que conservaba aún, con esa habilidad que sólo algunas mujeres poseen, la belleza como atrapada entre polvos, cremas y colorete. Se dirigió al hombre:
—¡Luis Manuel! ¡Qué sorpresa! ¡Si desde que te casaste que no habías vuelto...! ¡Y mira que hace años! ¡Si los hijos deben estar ya en la mili por lo menos!
—Calla, calla, Dorita. Si yo te contase cuál es mi pena —le respondió.
—Dora, dime Dora —dijo mientras que se aproximó y se sentó en el espacio que quedaba libre en el sofá—, que una tiene también ya sus años... Además si tú sabes que me llamo Dorotea pero que todos los clientes me habéis llamado siempre Dorita por aquella cupletista.
—Te he traído a mi hijo para que la mejor de tus chicas le haga un hombre de una vez —interrumpió el discurso de la madama—, tiene ya diecisiete años y no se define. Si yo te contara la de manías que le ha metido su madre en la cabeza...
—Pero si su madre es una artista de cine. ¡Tú si que eres un bruto! Son manías tuyas, el chaval cuando vea una buena jaca con la que cabalgar ya la montará... Si lleva tu sangre de torero...
Mientras tanto en el piso de arriba, ajenos a la conversación, Puri, la empleada de doña Dorotea y Luis Manuel júnior estaban en la cama jugando a las manitas:
—Cinco lobitos tiene la loba... —cantaban a dúo.
—¡Luis Manuel! ¡Qué sorpresa! ¡Si desde que te casaste que no habías vuelto...! ¡Y mira que hace años! ¡Si los hijos deben estar ya en la mili por lo menos!
—Calla, calla, Dorita. Si yo te contase cuál es mi pena —le respondió.
—Dora, dime Dora —dijo mientras que se aproximó y se sentó en el espacio que quedaba libre en el sofá—, que una tiene también ya sus años... Además si tú sabes que me llamo Dorotea pero que todos los clientes me habéis llamado siempre Dorita por aquella cupletista.
—Te he traído a mi hijo para que la mejor de tus chicas le haga un hombre de una vez —interrumpió el discurso de la madama—, tiene ya diecisiete años y no se define. Si yo te contara la de manías que le ha metido su madre en la cabeza...
—Pero si su madre es una artista de cine. ¡Tú si que eres un bruto! Son manías tuyas, el chaval cuando vea una buena jaca con la que cabalgar ya la montará... Si lleva tu sangre de torero...
Mientras tanto en el piso de arriba, ajenos a la conversación, Puri, la empleada de doña Dorotea y Luis Manuel júnior estaban en la cama jugando a las manitas:
—Cinco lobitos tiene la loba... —cantaban a dúo.
© Manel Aljama (maljama) marzo 2009
Aunque en el trasfondo de el texto se denota cierta inquina, sorna o hiriente sátira con la intención de parodiar un hecho real y a unos personajes de carne y hueso, que todos conocemos, no deja de resultar enternecedor este relato hecho con gracia y refinamiento.
ResponderEliminarExcelente exposición de un retazo de nuestra historia que permanece en la memoria colectiva de los que, por exceso de años, sabemos hacia donde apunta la anécdota.
Así mismo también lo veo yo, a destacar esa ternura e ingenuidad, imagino no exenta de picardía de un situación un tanto incómoda, pero que cada cuál confronta de forma personal e intransferible. Muy bien llevado como siempre.
ResponderEliminarBesos.
Carmen
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarA estas alturas del siglo y todo sigue prácticamente igual, parece mentira.
ResponderEliminarMe ha encantado esa forma de narrar algo que era, tal como tú dices (aunque posiblemente continúme pasando), habitual en otras épocoas: el empeño de algunos hombres en hacer "hombres a sus hijos", exclusivamente a través de su condición sexual.
Así nos ha lucido el pelo...
He borrado anterior comentario. Disculpas.
Ay Manel qué buen relato para empezar la mañana con Dora y Luis Manuel y los otros dos en el cuarto ajenos a todo.
ResponderEliminarMe ha encantado!!!
Cristina Sendino
Ay, los prejuicios... Cuantos y cuantos chavales se habrán visto avocados a hacer algo parecido por la ceguera e ignorancia de sus padres. En fin, que suerte que la vida va cambiando, poco a poco.
ResponderEliminarSaludos, majete y gracias por tus palabras siempre tan generosas.
Entrellat
Ya he leido tu cuento, muy bonito. Que suerte los chicos, con esa enseñanza de los padres, esa iniciación, esos cinco lobitos.... porqué eran cinco, quién está seguro.... Te recuerdo que las chicas no teniamos nada que echarnos ni a la boca, ni a la imaginación. Sólo movernos, en un mundo de palmeras y paisajes a modo de punto de cruz. Dame más detalle, sobre tu recuerdo. Te dejo que vienen visitas...
ResponderEliminarYo te recuerdo mucho, y me encanta el reencuentro.