domingo, 27 de julio de 2008

Bajada a los infiernos

Estaba convencido. Las cosas habían ido tan mal que decidí esconderme. Quitarme de en medio por una temporada o quizá para siempre. Tal vez el sitio más adecuado, a pesar de los riesgos y peligros que me acechaban, fuese el infierno. Busqué un orificio por donde entrar en la gruta que me conduciría a mi ansiado destino. Tras bajar unas toscas y gastadas escaleras me hallé en un corredor muy largo; sucio y lleno de anuncios publicitarios a los lados. Lo recorrí hasta el final donde casi ya no había luz. Era el comienzo de un sinfín de pasillos y galerías que conformaban un laberinto aterrador. Todos los pasillos estaban repletos de gente que iba y venía pero que caminaba como si fuesen zombis, como idos. Ni siquiera valía la pena cruzar una mirada puesto que no se devolvía. Casi por accidente, alcé mi mano para conservar el equilibrio pero rocé los senos de una hermosa joven que ni se inmutó y prosiguió su camino. De la excitación erótica o morbosa que este hecho podía producir en un hombre pasé a una angustiosa sensación de inquietud.

El terror se iba apoderando de mí. Proseguí mi camino intentando mantener una desorientada e hipotética línea recta hasta el supuesto final de la galería por la que había entrado. Una vez allí, me vi empujado a bajar por un sinfín de escaleras. En cada tramo había una gradería ancha con peldaños de color verde fósforo flanqueada por sendas escaleras mecánicas, una en sentido de bajada por el lado siniestro, y otra en sentido de subida por el lado derecho. Yo que soy diestro tuve mucha dificultad para proseguir en mi descenso por culpa de aquel desorden.

Me vi obligado a bajar, puede que tres, quizá cuatro o cinco niveles en un cada vez más asfixiante pasadizo debido al insoportable y creciente calor reinante. Llegué por fin a una sala con un ruido ensordecedor, atronador probablemente producido por la anticuada maquinaria de las escaleras mecánicas de los niveles superiores. Allí había aún más aglomeración de muertos vivientes. Los miraba y parecían ignorarme e ignorarse entre sí. Así pues era imposible intentar averiguar dónde iban o de dónde procedía toda esta legión de seres. Aquello era un lugar sin vida, un páramo yermo. Algunos rincones desprendían un insoportable hedor acre y la luz se hacía cada vez más mortecina a medida que descendía por aquél enorme, caótico y complicado laberinto de túneles.

Conseguí acceder a una galería amplia con el techo mucho más alto que los pasadizos adyacentes. Esta galería terminaba en dos orificios a modo de túnel, oscuros y sin luz. A ambos lados de la galería se agolpaba un gentío. Todos miraban sin observar, con la mirada vacía, ida. De repente se escuchó un espantoso ruido. Era como un estruendo de tormenta desbocada. Se levantó un viento que era capaz de arrastrar papeles y colillas que había esparcidas por el suelo. En medio de un fragor de mil demonios que retumbaba en todo el recinto apareció un gigantesco gusano metálico. Todo él resplandecía. Y a través de sus lados que eran transparentes, se podía divisar su interior donde llevaba atrapadas en barras metálicas desdichadas almas humanas. Una línea roja que recorría de extremo a extremo la enorme bestia sería sin duda su arteria de irrigación sanguínea. Sus ojos brillaban como dos soles cegadores. Se detuvo y en esto cesó la ventisca que se había desatado. De repente por una serie de branquias empezó a vomitar cuerpos humanos. Pero para mi sorpresa los que estaban a ambos lados de la bestia pugnaban por entrar y quedar atrapados dentro de ella. De repente me arrepentí, comencé a gritar y les dije:
—¡No! ¡No dejéis que se apodere de vuestra alma!
Pero no me hicieron caso. Sin poder evitarlo yo también me vi amenazado. Me empujaban irremisiblemente hacia el interior de la bestia. No podía zafarme. Por más que lo intentaba, no podía. Asustado y angustiado contemplaba como la branquia me devoraba. Me agarré a una especie de barra metálica que alcancé e hice fuerza para que la marabunta no me arrastrase. De repente las branquias se cerraron tras un ensordecedor pitido. El fragor volvió a escucharse y a los lados todo se hizo oscuro. Solo quedó la tenue luz del interior de la bestia.

Se escuchó algo como el sonido de una campana y todo seguido una voz metálica que parecía femenina que decía:
"Próxima parada Nuevos Ministerios, correspondencia con Línea ocho, Cercanías RENFE y facturación Aeropuerto"
No cabía duda, estaba en el metro de Madrid. Lo más parecido al infierno.


© Manel Aljama (maljama), mayo de 2005

2 comentarios:

  1. Un recorrido descriptivo muy bien llevado. Se deja sentir amigo. Felicidades este descenso a los infiernos de la realidad ha sido todo un descubrimiento. Enhorabuena.
    Carmen

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  2. Me gusta, y me gustó tanto cuando lo leí por primera vez en G.B. hace un par de años que no tuve más remedio que hacer un plagio, lo que dio lugar a otra versión de la historia que tal vez algún día coloque en mi perfil. Muy acertado el toque novedoso que le has dado al incluir esa frase en mozárabe, que en el original no constaba.
    Como siempre, un verdadero placer leer tus relatos cargados de vitriolico humor.
    Un fuerte abrazo.
    Andrés

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Gracias por tu colaboración.