viernes, 1 de agosto de 2008

Esa ya no es mi tierra

La tierra y quizá el polvo yermo, que estaba tanto o más seco que sus bocas, abrasaba. Los labios, no parecían labios sino gajos de naranjas disecadas hacía ya mucho tiempo. Las barbas densas y pobladas, donde los pelos se espesaban con la arena, servían de protección contra viento frío en la madrugada del desierto. Descalzos, con los pies tan endurecidos que no necesitarían jamás unos zapatos. Y su piel, quemada, abrasada y tan oscura que quizá ya no les hiciese falta volver a tomar el Sol nunca más. Las dos figuras, tambaleándose, se sentaron junto a unos matorrales. El viento soplaba cada vez más. Puede que fueran los únicos supervivientes del grupo.
—¡Ya no puedo más! —suspiró Avelino.
—¡Venga, compadre, que seremos ricos! ¡Dos jornadas no más! —insistía, Fulgencio que parecía tener entusiasmo a pesar de estar tanto o más fatigado que su compinche.
Tras un breve silencio, observaron cómo el Sol descendía en el horizonte, casi a la misma velocidad que la temperatura. No sabían dónde se encontraban.
—¡Dónde me fueron a cagar! —volvió Avelino.
—Nos chingaron —dijo Fulgencio.
—Estamos tan muertos que el cuerpo nos pide tierra —replicó Avelino.
—Ni eso, que nos coman los buitres antes que esos pendejos de la migra —exclamó Fulgencio—, ¿Dónde debemos estar? —prosiguió aunque Avelino parecía que no escucharlo.
—Los bandidos te roban y te matan —dijo Avelino con rotundidad.
—Ésos sólo nos roban. La que te mata es la migra —corrigió Fulgencio.
—La migra no te mata. Te deja morir. Que mueras chingado del todo —respondió Avelino que parecía muy conocedor de las diferencias. Al poco volvió:
—Me chingaron al nacer, me chingaron al venir aquí y chingado moriré.
—No te duermas, que dormirse es entregarse a la muerte —Fulgencio como intentando animarle.
En sus pensamientos, así que se hacía oscuro tenían la conciencia de tener la espalda mojada, de haber nacido con la espalda mojada o quizá que dondequiera que iban eran extranjeros, aunque no hubiesen podido atravesar el Río Grande.

Unas semanas antes en una taberna de Zapotlán, en Jalisco, Fulgencio, un mesero con un sueldo tan escaso como su pelambrera platicaba con Avelino, de oficio, pobre.
—Todos somos pobres, todos somos emigrantes —sentenció como exhalando Avelino.
—Compadre que es lo mismo —replicó Fulgencio—, pobre o emigrante, ¿Qué más da si al final tienes las tripas vacías?
—No veo eso claro yo —Avelino muy pesimista y dubitativo.
—¡Compadre, que el plan es pan comido! Conozco un enganchador que nos lleve hasta Altar. Eso queda muy cerca de la frontera. Allí nos presentarán al pollero que por Sásabe o por Nogales nos ayude a pasar. ¿Qué más da morir de hambre aquí o en medio de ningún sitio?
—¿Y si nos chingan? Oí en el barbero que los yanquis están haciendo una pared en Nogales.
—¿Aún más chingados que yo por mi patrón y usted por el Cabildo?
Acabó la conversación y al final, en pocos días se pusieron en marcha junto con otros hombres y mujeres que venían de sitios como Chiapas, Veracruz, Puebla o Guatemala, camino de un futuro mejor. Soñaban con beber en fuentes de Coca Cola, contemplar rótulos de neón, viajar en un carro reluciente, tener una casa y volver algún día por la tierra que les vio nacer para escarmentar al Patrón. Su viaje fue largo, sin comida y con poca agua para beber. Fueron asaltados varias veces y las mujeres, violadas, en muchas más ocasiones. El último sitio techado en el que estuvieron fue, según les dijeron, justo al lado de la frontera. Una zahúrda maloliente con las ventanas tapiadas. En último de los asaltos de que fueron objeto, pudieron escapar gracias a que nada les quedaba ya que fuese de valor. Los bandidos se entretuvieron con las mujeres que habían sobrevivido.
—¡Así se muera su chingada madre! —gritaba Avelino mientras intentaba salir corriendo para refugiarse.
—¡No se queje compadre! Salvamos el pellejo porque nada llevamos con lo que mercar —sentenció Fulgencio.
Cuando por fin consiguieron parapetarse tras unas piedras se tranquilizaron al ver que los bandidos, muchos de ellos con uniforme, se volvían hacia el sur.
—Yo no quería venir. Pero ahora creo que estamos muy cerca. No tenemos ni un arma con la que defendernos No podemos fiarnos de nadie.
—Mejor no ir armado. Te matan sin avisar. Esperemos que el pollero que nos recomendaron, sea un pollero de palabra y no un bajador que nos entregue a la migra.
—¿Y si es un burrero y nos obliga a pasar piedra?
—Si es así, entonces la migra nos detendrá. Estamos bien chingados.
Se hacía de noche y el frío se intensificaba.
—¡No tenemos nada con lo que prender lumbre!
—Yo tengo los huesos tan enteleridos que soy purito dolor.
Se adormecieron más por hastío que por sueño. Un poco antes del amanecer, el martilleo del motor de un helicóptero y el foco que les cayó encima, les devolvió a la vida. Sin resuello intentaron correr sin saber bien en qué dirección.
—Hijo de la gran chingada, ya llamó a la migra —dijo Avelino que no distinguía nadie bueno de nadie malo.
—¡Me cago en su chingada madre, era un bajador, nos entregó a la migra! —intentó precisar Fulgencio.
El helicóptero siguió su trayecto probablemente en dirección norte y se perdió de vista. Por instinto, los dos esqueletos siguieron su rastro durante un tiempo imposible de medir con un reloj. Llegaron hasta una zona más pedregosa y buscaron refugio detrás de unos taludes. Se sumergieron en un sueño del color del atardecer de fuego o del Sol que lucia de un anaranjado rojizo. Por el color debieron pensar que ya estaban en el mismísimo infierno.
—¡Espabila que tienes que volver a tu tierra! —les despertó gritando en español, con acento extranjero un hombre con uniforme limpio y reluciente, desconocido para ellos. En las mangas de su guerrera lucía un escudo en el que destacaba el letrero de “Border Patrol” (Patrulla de Fronteras) o migra.
—Ésa ya no es mi tierra —respondió Avelino mirando al sur y con aire decepcionado.
—¿Y cuál es tu tierra? —le respondió la figura uniformada.
—No se compadre, yo soy así.
El agente le siguió hablando pero parecía que no le escuchaba. Buscó su mirada en vano pues parecía no ver. Tocó el cuerpo ya cadáver de Fulgencio como para cerciorarse que era inofensivo. Se dirigió a su camioneta de donde se bajó su ayudante. Entre los dos cargaron los dos despojos en la parte de atrás. Se encaminaron hacia el sur, justo delante de un cartel que indicaba “Nogales. Estados Unidos de México”. Allí había una patrulla del cabildo de Nogales Arrojaron los cuerpos tras lo que debía ser la línea divisoria entre el hambre y la vida.
—Esto, debe ser suyo —dijo de manera rutinaria e inexpresiva el de la migra.
—Déjalos ahí, tenemos tantos que ya no nos caben —respondió el del lado sur.

© Manel Aljama (maljama), noviembre de 2006

3 comentarios:

  1. Un sentimiento amargo, unido a la impotencia ante la poca humanidad de esas gentes que cuestionan un derecho, que debería existir, la libre circulación de personas, se queda impregnado después de leer tu relato. Muy bueno. Felicidades.

    Carmen

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  2. Intentaba dejar un comentario en este texto pero no me dejaba, a ver si ahora tengo suerte, o a lo mejor te encuentras con dos, bueno, tu mismo, si así es, te doy permiso para que borres el que quieras de los dos.

    Decía que me gusta tu relato por ese tono agridulce que tiene, agrio por la incertidumbre y el mal rato que pasan los protagonistas,y dulce por lo gracioso de su lenguaje y de su relación que muy bien dibujas.

    Muchas gracias por este rato tan agradable.

    Entrellat

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  3. Hola Manel:
    La realidad nos sobrepasa, vivo en la frontera con EUA, es una realidad dura, aspera, seca como el desierto, y aun cuando el dolor es añejo, el alma no se desgasta, siempre hay quien la alimente con los deseos de seguir pa' lante.
    Cuando los deseos no bastan, sigue latente el espíritu de la Nación que fuimos, somos y seremos.
    Desde abajo, como lo mencionaste.
    Gracias.

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Gracias por tu colaboración.