Alfredo empezó a sentir pánico en cuanto leyó el nombre de la magistrada en el tablón de anuncios de la sala de juicios. No dijo nada a su abogado defensor de oficio, un chaval que tenía pinta de quedarle más de una asignatura por aprobar. El breve cruce de miradas con la jueza confirmó sus sospechas. Una mirada gélida y de encendida ira al mismo tiempo, que le hubiese traspasado el occipital de no haber puesto los ojos mirando al polvo de sus zapatos. Él estaba convencido de que atravesaba una racha de auténtica mala suerte. Todos sus amigos habían sido denunciados bien por exceso de velocidad o por conducir beodos, pero la mayoría de ellos no habían pisado un juzgado debido probablemente al endémico mal funcionamiento del sistema judicial. Así con un poquito de suerte la mayoría de los expedientes desaparecían como engullidos por una misteriosa criatura que se alimentaba con papel y que tenía por hábitat natural las entrañas de las magistraturas. Empezó el juicio.
—Póngase en pie el acusado —dijo la magistrada. Alfredo intentaba eludir la mirada escrutadora de la jueza. El fiscal leyó el atestado de la policía de tráfico y los cargos contra su persona, tras lo cual solicitó la pena de tres meses de arresto mayor, retirada del permiso de conducir por seis meses y una multa de mil quinientos euros.
Él que confiaba en el buen hacer de la bestia devoradora de expedientes no contaba para nada que una eficiente y servil funcionaria creyó reconocer en el nombre, tan común, de Alfredo Martínez, el hombre y el antiguo novio que la abandonó treinta años antes. Ni corta ni perezosa puso el expediente en la bandeja de juicios de máxima urgencia y así en menos de lo que canta un gallo Alfredo ya había recibido la citación. Pero lo que le acabó de desmoronar fue que la magistrada que le había tocado en suerte era la antigua jefa de Clara, la chica con la que él se fugó, haría cosa de cuatro años o más cuando él se dedicaba a poner anuncios en los periódicos de un servicio de “Humillaciones a Domicilio”; y la entonces abogada requirió de sus servicios. Por lo visto la cosa funcionó bien y ella ganó en amistades y en autoestima. Todo se interrumpió en cuanto Clara y Alfredo intercambiaron, primero miradas, luego fluidos corporales y pusieron tierra de por medio dejando compuesta y sin lío a una mujer ya enamorada de su humillador. Las cosas no podían pintar peor para Alfredo. Sentía que el odio y el rencor de la mujer despechada iban a evitar a toda costa cualquier atisbo de clemencia.
—Tiene la palabra la defensa —pronunció la juez togada.
—Aceptamos los cargos conforme a la violación del artículo 379 del vigente Código Penal —dijo el abogado mientras Alfredo quiso desintegrar con su mirada al que consideraba un mero aprendiz de leguleyo—, nos acogemos a las circunstancias atenuantes previstas en el artículo 21 y solicito una reducción de pena por falta de antecedentes.
—¡Protesto! —Profirió el fiscal—, los atenuantes no son aplicables en delitos contra la seguridad vial y además, en el sumario constan debidamente documentadas diversas denuncias y sanciones contra la seguridad vial cometidas por el acusado con anterioridad a los hechos que se juzgan hoy. Solicito —tomó aire—, como parte actora, a su señoría que recomiende a la defensa leer con más atención los sumarios y atenerse a lo que en derecho proceda.
—Se acepta la protesta y que conste en acta. El juicio —dio un martillazo quizá con más fuerza que de costumbre—, queda visto para sentencia. La sentencia se emitirá dentro de media hora. Quedan pues las partes citadas en esta sala para dentro de cuarenta minutos en el acto donde les será leído el veredicto.
—Póngase en pie el acusado —dijo la magistrada. Alfredo intentaba eludir la mirada escrutadora de la jueza. El fiscal leyó el atestado de la policía de tráfico y los cargos contra su persona, tras lo cual solicitó la pena de tres meses de arresto mayor, retirada del permiso de conducir por seis meses y una multa de mil quinientos euros.
Él que confiaba en el buen hacer de la bestia devoradora de expedientes no contaba para nada que una eficiente y servil funcionaria creyó reconocer en el nombre, tan común, de Alfredo Martínez, el hombre y el antiguo novio que la abandonó treinta años antes. Ni corta ni perezosa puso el expediente en la bandeja de juicios de máxima urgencia y así en menos de lo que canta un gallo Alfredo ya había recibido la citación. Pero lo que le acabó de desmoronar fue que la magistrada que le había tocado en suerte era la antigua jefa de Clara, la chica con la que él se fugó, haría cosa de cuatro años o más cuando él se dedicaba a poner anuncios en los periódicos de un servicio de “Humillaciones a Domicilio”; y la entonces abogada requirió de sus servicios. Por lo visto la cosa funcionó bien y ella ganó en amistades y en autoestima. Todo se interrumpió en cuanto Clara y Alfredo intercambiaron, primero miradas, luego fluidos corporales y pusieron tierra de por medio dejando compuesta y sin lío a una mujer ya enamorada de su humillador. Las cosas no podían pintar peor para Alfredo. Sentía que el odio y el rencor de la mujer despechada iban a evitar a toda costa cualquier atisbo de clemencia.
—Tiene la palabra la defensa —pronunció la juez togada.
—Aceptamos los cargos conforme a la violación del artículo 379 del vigente Código Penal —dijo el abogado mientras Alfredo quiso desintegrar con su mirada al que consideraba un mero aprendiz de leguleyo—, nos acogemos a las circunstancias atenuantes previstas en el artículo 21 y solicito una reducción de pena por falta de antecedentes.
—¡Protesto! —Profirió el fiscal—, los atenuantes no son aplicables en delitos contra la seguridad vial y además, en el sumario constan debidamente documentadas diversas denuncias y sanciones contra la seguridad vial cometidas por el acusado con anterioridad a los hechos que se juzgan hoy. Solicito —tomó aire—, como parte actora, a su señoría que recomiende a la defensa leer con más atención los sumarios y atenerse a lo que en derecho proceda.
—Se acepta la protesta y que conste en acta. El juicio —dio un martillazo quizá con más fuerza que de costumbre—, queda visto para sentencia. La sentencia se emitirá dentro de media hora. Quedan pues las partes citadas en esta sala para dentro de cuarenta minutos en el acto donde les será leído el veredicto.
© Manel Aljama, maljama cuenta cuentos (enero 2009)
Qué mala fortuna, debe ser terrible verse arrastrado por toda una serie de circunstancias adversas, pero es que cuando algo tiende a ir mal, lo cierto es que suele ir peor.
ResponderEliminarBesos.
Carmen
Carmen,
ResponderEliminarGracias por tus palabras, quizá no sea suerte sino aquello de "quien mal anda mal acaba" o "quien a hierro mata a hierro muere". Una evolución de Humillaciones a domilio de anhermart
Bueno, bueno, bueno, cuantas casualidades de la vida, yo también tengo mi blog. El mio no es tan literario como el tuyo, pero bueno, qué se le va a hacer. A ver si me leo tus relatos atrasados y me pongo al día. Te agregaré a mis blogs favoritos y así te podré ir leyendo.
ResponderEliminarBesotes, majete.
Entrellat
(este es mi pseudónimo)