Con ropas de niño rico toda la chiquillería cantaba una canción aprendida en una vieja serie de dibujos animados.
—“Abuelito dime tú ...”
Jorge, el primogénito de los Andrade, la rancia estirpe de militares, los contemplaba así, jugando felices en el jardín, al pie de montañas coronadas de blanco. Atrás habían quedado unos meses de disputas que habían empezado con un pleno familiar convocado en el castillo de su patriarca. La pequeña multitud apenas podía llenar el vasto salón de la fortaleza. Rodeados de mármoles, tapices, candelabros y enormes cuadros de cacería, parecía que planeaban unas vacaciones de Navidad.
—Sinceramente creo que será mejor que nos desplacemos por separado. Si fletamos un avión conjunto, la canallesca nos sacará en sus noticiarios... Ya veis, con papá al mando nunca se atrevieron... ¡Y ahora miren qué ingratos! —dijo entonces Jorge Andrade.
—Tiene razón nuestro hermano mayor. Así no despertaremos sospechas —sentenció Jorge Augusto II, el siguiente en la herencia.
Los restantes hermanos, Jorge Alberto, el tercero en orden de sucesión y Jorge Luis, el benjamín de la saga, secundaron y apoyaron la moción en medio de un silencio, digno del mejor velorio. Dispuesto así, cada familia viajaría por separado. Una vez en el destino estarían libres de miradas indiscretas y así, podrían dar el mejor homenaje al augusto progenitor de su victorioso linaje. Se sirvieron de jets privados, vuelos ordinarios y hasta autocares convertidos en casas rodantes. Luego, tras una última y tortuosa etapa de montaña, llegaron a un sitio bucólico y precioso, una gran casa de campo rodeada de verdes prados en los Alpes Suizos. El ambiente era agradable gracias a la chimenea donde se consumía un enorme leño. Había también un amplio sofá y un televisor cuya pantalla era tan larga como el sillón. Se podían ver, repitiéndose sin parar, las imágenes de lo que podía ser el entierro de un jefe de estado. Los niños que entraban y sabían sin prestar demasiada atención a la tele.
—Padre, ¡ya vimos su entierro cientos de veces! —dijo el primogénito—. Y quítese ese uniforme. Podría levantar sospechas entre los criados...
—¿Abuelo Augusto, por qué ese señor de la tele se parece tanto a ti? —preguntó uno de los nietos al contemplar en la pantalla una foto de un anciano muy parecido a su abuelo.
—“Abuelito dime tú ...”
Jorge, el primogénito de los Andrade, la rancia estirpe de militares, los contemplaba así, jugando felices en el jardín, al pie de montañas coronadas de blanco. Atrás habían quedado unos meses de disputas que habían empezado con un pleno familiar convocado en el castillo de su patriarca. La pequeña multitud apenas podía llenar el vasto salón de la fortaleza. Rodeados de mármoles, tapices, candelabros y enormes cuadros de cacería, parecía que planeaban unas vacaciones de Navidad.
—Sinceramente creo que será mejor que nos desplacemos por separado. Si fletamos un avión conjunto, la canallesca nos sacará en sus noticiarios... Ya veis, con papá al mando nunca se atrevieron... ¡Y ahora miren qué ingratos! —dijo entonces Jorge Andrade.
—Tiene razón nuestro hermano mayor. Así no despertaremos sospechas —sentenció Jorge Augusto II, el siguiente en la herencia.
Los restantes hermanos, Jorge Alberto, el tercero en orden de sucesión y Jorge Luis, el benjamín de la saga, secundaron y apoyaron la moción en medio de un silencio, digno del mejor velorio. Dispuesto así, cada familia viajaría por separado. Una vez en el destino estarían libres de miradas indiscretas y así, podrían dar el mejor homenaje al augusto progenitor de su victorioso linaje. Se sirvieron de jets privados, vuelos ordinarios y hasta autocares convertidos en casas rodantes. Luego, tras una última y tortuosa etapa de montaña, llegaron a un sitio bucólico y precioso, una gran casa de campo rodeada de verdes prados en los Alpes Suizos. El ambiente era agradable gracias a la chimenea donde se consumía un enorme leño. Había también un amplio sofá y un televisor cuya pantalla era tan larga como el sillón. Se podían ver, repitiéndose sin parar, las imágenes de lo que podía ser el entierro de un jefe de estado. Los niños que entraban y sabían sin prestar demasiada atención a la tele.
—Padre, ¡ya vimos su entierro cientos de veces! —dijo el primogénito—. Y quítese ese uniforme. Podría levantar sospechas entre los criados...
—¿Abuelo Augusto, por qué ese señor de la tele se parece tanto a ti? —preguntó uno de los nietos al contemplar en la pantalla una foto de un anciano muy parecido a su abuelo.
© Manel Aljama, maljama diciembre de 2006 (modif sept 2008 y febrero 2009). Versión de Vaciones en familia
Interesante cuento. Me has traído recuerdos de adolescencia, pues realmente teníamos 14 años cuando Heidi se puso por televisión, no sé ya teníamos la cabeza en otros derroteros, aunque yo me la tragué entera jaja Y me gustó, claro.
ResponderEliminarInteresante ver que te gusta modificar y revisar obras, yo no soy capaz de hacerlo jeje
Besos.
Carmen
Amiga Carmen, yo también me tragué Heidi, creo que no perdí ninguno. Conozco una amiga que no soporta la serie y es que su padre estaba entonces en la cárcel como preso político y cuando tocaba visita era a la hora de la serie, los sábados por la tarde. En este texto he evocado, un dictador conocido, que por razones biológicas es abuelo. Imaginé un falso entierro y un retiro traquilo en Suiza.
ResponderEliminarTocar los textos es una manera de que estén vivos. No los cambio mucho sino que intentento mejorarlos y ponerlos al día, dentro de mis posibilidades. Eso sí, soy fiel al sentido que tenían y ninguna de las tres versiones cambia en el fondo: el dictador que muere tranquilo en la cama...
Gracias por tu apoyo
Un linaje en decadencia, como tiene que ser ya que fue fue creado con sangre. Un cuento que duró cuarenta años y en el que los protagonistas eran aborrecibles.
ResponderEliminarOtra cosa es la serie Heidi; preciosa. Aunque a mí me pilló con veintitres años, también caí en la magia de su influjo y me perdí muy pocos capítulos.