Desde fuera el caserón impresionaba como si fuese un antiguo castillo mal conservado pero que había podido resistir en pie el paso del tiempo. La mansión tenía la cara norte acabada en una torre modernista con un alero ornamentado de cerámica tal vez azul oscuro o quizá negro. La base de la construcción era de piedra y estaba embellecida por una cenefa de azulejo verde claro o puede que turquesa. La ornamentación de la fachada tenía esgrafiados también verdes, aunque un poco desmembrados, haciendo juego con el estado general de la casa. La terraza que había delante de la torre estaba limitada por una balaustrada de hierro forjado también presente en la valla del jardín en forma parecida al “coup de fouet” francés, sucia y llena de polvo y telarañas. El interior estaba adornado por un conjunto de vidrieras decoradas de las que algunas daban al jardín trasero. Todo un lujo envuelto en selvas de telarañas y bancales de polvo.
Los empleados de la empresa de reformas se presentaron a eso de las diez y media de la mañana. La vivienda parecía otra tras el paso de una brigada de limpieza y desratización. La pareja de nuevos propietarios ya había hecho el traslado. Los cuadros que tenía la casa habían sido vendidos a un anticuario y los pocos muebles que quedaban ya reposaban en un contenedor cercano de Avenida Tibidabo. Habían sido sustituidos por cuadros naif de pintores callejeros y muebles de estilo japonés adquiridos en una tienda de muebles de lujo. Ya no olía a humedad y la luz se había apoderado de la estancia.
—Yo señora, no quitaría esta ducha. Me parece una obra de arte, es impresionante. Si me permite, yo puedo hacer un puente, conservar las baldosas originales, y usted igualmente tendrá su jacuzzi y de paso conserva este caño de bronce rematado en la ducha de oro para dar envidia a todas sus amigas —sugirió el contratista que habían buscado para remozar la finca.
—¿Qué le pasa a la ducha? ¡Les ha contratado mi marido para que trabajen no para que piensen! ¡Hagan el favor de hacer la reforma como les ha ordenado o encargaré el trabajo a otros!
Todo venía de lejos. El día que Marcos y Clara en compañía del agente de la inmobiliaria flanquearon la puerta de la mansión modernista sintieron un escalofrío. A pesar de que el vendedor intentó hacer un recorrido histórico digno de un guía turístico, los compradores no estaban por la labor pues creían en sus propias ideas que además las consideraban infalibles. Estaban más que satisfechos de su flamante ascenso social y la casa la consideraban el mejor premio.
—Esta casa fue uno de los primeros trabajos del arquitecto Doménech i Montaner. A destacar en este aseo, el conjunto formado por la bañera de formas naturales, rematada por una ducha realizada en oro.
—¿Esto es un museo? ¡No se enrolle más por favor! Esta va a ser nuestra casa y este cuarto de baño lo voy a reformar entero. Es mío. Pago yo —respondió tajante Marcos.
—¿Tú crees? A mi no me parece tan feo —respondió como intentando apaciguar, Clara.
—Esta ducha es una obra de arte. Recuerde que es de... —intentaba argumentar el vendedor.
—¡Me importa un pimiento quien puso esta ducha! ¡Es fea y no me gusta! —dijo Marcos enrocándose.
—¡Tienes razón es vieja! Mejor quitarla; ¡me pone los pelos de punta! —Clara, como asustada y obedeciéndole.
—Bueno en ese caso —propuso el vendedor intentando suavizar la situación—, si ustedes desean reformar la mansión disponemos de una empresa especializada en conservación de patrimonio histórico-artístico.
—¡Que te estoy diciendo que no! La reformaré yo a mi antojo y la empresa ya la contrataré yo —sentenció Marcos muy puesto en su papel de señor y dueño de su casa, mirando a su mujer del mismo modo.
Marcos era un abogado de un banco en el que había desarrollado una carrera meteórica que ahora se culminaba en el traslado a la Ciudad Condal acompañado de su rubia esposa, que había estudiado Ciencias Empresariales. Gracias a su habilidad repasando cláusulas de contratos, el banco se había hecho con el edificio y él lo compró por un precio simbólico. De la noche a la mañana estaban viviendo en la zona alta de Barcelona en un palacete modernista con jardín rodeado de muro y verja. Y nada menos donde se había forjado la ancestral burguesía catalana.
Una vez acabada la labor de los albañiles, su capataz fue en busca de Clara para explicarle en detalle todas las tareas realizadas:
—Mire. Hemos instalado el jacuzzi y hemos respetado estos preciosos azulejos. Y... —el encargado de la reforma intentaba proseguir con su explicación.
—¿Han dejado la ducha? ¡Pues no cobrarán! —exclamó Clara entre contrariada y tajante.
—Mire, señora, perdone, con todos los respetos, Yo he puesto todos las azulejos que faltaban y también hemos instalado el jacuzzi tal como nos ordenó, y además he cambiado todas las conducciones. Piense en el día que se estropee el jacuzzi —mientras hablaba todo seguido, abrió la vetusta ducha de la que empezó a brotar agua—, esta ducha estará aquí y le será de utilidad.
—¿Pero que le ven ustedes a esta mierda de ducha? —bramó Clara ya totalmente enfadada y casi fuera de sí.
—De acuerdo, mire, verá... Sólo cobraremos los materiales y el jacuzzi —se disculpó el jefe de los albañiles.
—¡Váyanse! ¡Ya hablarán con mi marido para la factura! —gritó Clara.
Los empleados se largaron. Clara más contrariada que nunca fue hacia el trastero y rebuscó en la caja de herramientas hasta que pudo encontrar una llave inglesa. No sabía qué le sucedía, pero estaba llena de odio. Se dirigió hacia el aseo y empezó a golpear el dorado y vetusto caño. Los golpes apenas dejaban marca. Parecía que el viejo aparato estuviese hecho con titanio. Abandonó sus intenciones pues se sentía aún más estresada. Decidió refrescarse allí mismo en la ducha. Faltaba una hora para que volviese Marcos del trabajo. Abrió el jacuzzi pero el agua no salía con suficiente presión. Tuvo que abrir la añosa ducha.
—¡Maldita seas! ¡Con los golpes que te he dado y todavía funcionas! ¡Pero es que eres fea con ganas! ¡Vieja y fea! ¡Hija de...!—realmente parecía loca hablándole al aseo.
El viejo aparato producía un abundante, fuerte y agradable chorro de agua. Clara se lo miró. Observó con atención el fluir del agua. Sin pensarlo cerró los ojos y se dejó llevar por la fuerza con la que salía el agua de la antigua ducha.
A la mañana siguiente, los dos inspectores de homicidios adscritos al caso, no se aclaraban para poder dar una hipótesis coherente al suceso.
—Tendremos que esperar el resultado de las autopsias —afirmó secamente el inspector Canales, uno de los polis—, a simple vista los forenses no tienen ni idea.
—¿Crees que averiguaran algo? —respondió el otro.
—No sé, pero de todos modos hay que realizarlas. Es lo que ordena la Ley —afirmó sin dudar Canales.
—¿Pero has visto? La mujer tiene un golpe con hematoma en el occipital y estaba tumbada boca arriba. El hombre caído sobre ella pero con un golpe sangrante en la frente —exclamó como espantado el otro inspector.
—Sí, el mismo impacto que tiene ella.
—No puede ser. Y no parece hecho cono un objeto cortante sino con esto —mientras hacía fuerza para comprobar que la ducha estaba en su sitio y no se había movido.
—¿Qué diremos a la prensa? —preguntó Canales.
—No sé, pero esto da miedo. Habrá que inventar algo o van a venir parapsicólogos de esos. Porque el secreto del sumario no da para mucho.
—¿Quién dio el aviso? —inquirió Canales.
—La de la limpieza que llegó esta mañana. Ha identificado los cadáveres.
—Entonces, con toda seguridad murieron ayer por la tarde o quizá por la noche.
—Canales, tú siempre que te adelantas a los forenses aciertas.
—¡Dame un cigarro! Vamos a pensar algo antes que nos quedemos sin vacaciones.
—Vamos.
—No se tú, pero llevamos un carrerón. Primero la vieja loca que deja paralítico a su hijo y se lleva un enfermero por delante, luego el taxidermista que mata a su madre y ahora, dos muertos con objeto contundente que parece que sea la ducha. ¿Detenemos la ducha o el cuarto de baño entero? ¿Les ponemos un abogado de turno de oficio? ¡Nos van a enviar a pasaportes!
—Sí, por eso pondremos que es un caso más de violencia doméstica. El jefe se enfadará pero nosotros nos evitamos tener que pasar el test de alcoholemia.
—Vamos a tomar una caña a ver si se nos ocurre algo mejor. ¡Pedir un traslado a una ciudad más tranquila por ejemplo!
—Venga.
Abandonaron el lugar del crimen. La ducha, todavía goteaba sangre y el ambiente desprendía olor a agua clorada impregnada de humo de tabaco y sudor de patrullas urbanas.
© Manel Aljama (maljama) junio de 2005
Los empleados de la empresa de reformas se presentaron a eso de las diez y media de la mañana. La vivienda parecía otra tras el paso de una brigada de limpieza y desratización. La pareja de nuevos propietarios ya había hecho el traslado. Los cuadros que tenía la casa habían sido vendidos a un anticuario y los pocos muebles que quedaban ya reposaban en un contenedor cercano de Avenida Tibidabo. Habían sido sustituidos por cuadros naif de pintores callejeros y muebles de estilo japonés adquiridos en una tienda de muebles de lujo. Ya no olía a humedad y la luz se había apoderado de la estancia.
—Yo señora, no quitaría esta ducha. Me parece una obra de arte, es impresionante. Si me permite, yo puedo hacer un puente, conservar las baldosas originales, y usted igualmente tendrá su jacuzzi y de paso conserva este caño de bronce rematado en la ducha de oro para dar envidia a todas sus amigas —sugirió el contratista que habían buscado para remozar la finca.
—¿Qué le pasa a la ducha? ¡Les ha contratado mi marido para que trabajen no para que piensen! ¡Hagan el favor de hacer la reforma como les ha ordenado o encargaré el trabajo a otros!
Todo venía de lejos. El día que Marcos y Clara en compañía del agente de la inmobiliaria flanquearon la puerta de la mansión modernista sintieron un escalofrío. A pesar de que el vendedor intentó hacer un recorrido histórico digno de un guía turístico, los compradores no estaban por la labor pues creían en sus propias ideas que además las consideraban infalibles. Estaban más que satisfechos de su flamante ascenso social y la casa la consideraban el mejor premio.
—Esta casa fue uno de los primeros trabajos del arquitecto Doménech i Montaner. A destacar en este aseo, el conjunto formado por la bañera de formas naturales, rematada por una ducha realizada en oro.
—¿Esto es un museo? ¡No se enrolle más por favor! Esta va a ser nuestra casa y este cuarto de baño lo voy a reformar entero. Es mío. Pago yo —respondió tajante Marcos.
—¿Tú crees? A mi no me parece tan feo —respondió como intentando apaciguar, Clara.
—Esta ducha es una obra de arte. Recuerde que es de... —intentaba argumentar el vendedor.
—¡Me importa un pimiento quien puso esta ducha! ¡Es fea y no me gusta! —dijo Marcos enrocándose.
—¡Tienes razón es vieja! Mejor quitarla; ¡me pone los pelos de punta! —Clara, como asustada y obedeciéndole.
—Bueno en ese caso —propuso el vendedor intentando suavizar la situación—, si ustedes desean reformar la mansión disponemos de una empresa especializada en conservación de patrimonio histórico-artístico.
—¡Que te estoy diciendo que no! La reformaré yo a mi antojo y la empresa ya la contrataré yo —sentenció Marcos muy puesto en su papel de señor y dueño de su casa, mirando a su mujer del mismo modo.
Marcos era un abogado de un banco en el que había desarrollado una carrera meteórica que ahora se culminaba en el traslado a la Ciudad Condal acompañado de su rubia esposa, que había estudiado Ciencias Empresariales. Gracias a su habilidad repasando cláusulas de contratos, el banco se había hecho con el edificio y él lo compró por un precio simbólico. De la noche a la mañana estaban viviendo en la zona alta de Barcelona en un palacete modernista con jardín rodeado de muro y verja. Y nada menos donde se había forjado la ancestral burguesía catalana.
Una vez acabada la labor de los albañiles, su capataz fue en busca de Clara para explicarle en detalle todas las tareas realizadas:
—Mire. Hemos instalado el jacuzzi y hemos respetado estos preciosos azulejos. Y... —el encargado de la reforma intentaba proseguir con su explicación.
—¿Han dejado la ducha? ¡Pues no cobrarán! —exclamó Clara entre contrariada y tajante.
—Mire, señora, perdone, con todos los respetos, Yo he puesto todos las azulejos que faltaban y también hemos instalado el jacuzzi tal como nos ordenó, y además he cambiado todas las conducciones. Piense en el día que se estropee el jacuzzi —mientras hablaba todo seguido, abrió la vetusta ducha de la que empezó a brotar agua—, esta ducha estará aquí y le será de utilidad.
—¿Pero que le ven ustedes a esta mierda de ducha? —bramó Clara ya totalmente enfadada y casi fuera de sí.
—De acuerdo, mire, verá... Sólo cobraremos los materiales y el jacuzzi —se disculpó el jefe de los albañiles.
—¡Váyanse! ¡Ya hablarán con mi marido para la factura! —gritó Clara.
Los empleados se largaron. Clara más contrariada que nunca fue hacia el trastero y rebuscó en la caja de herramientas hasta que pudo encontrar una llave inglesa. No sabía qué le sucedía, pero estaba llena de odio. Se dirigió hacia el aseo y empezó a golpear el dorado y vetusto caño. Los golpes apenas dejaban marca. Parecía que el viejo aparato estuviese hecho con titanio. Abandonó sus intenciones pues se sentía aún más estresada. Decidió refrescarse allí mismo en la ducha. Faltaba una hora para que volviese Marcos del trabajo. Abrió el jacuzzi pero el agua no salía con suficiente presión. Tuvo que abrir la añosa ducha.
—¡Maldita seas! ¡Con los golpes que te he dado y todavía funcionas! ¡Pero es que eres fea con ganas! ¡Vieja y fea! ¡Hija de...!—realmente parecía loca hablándole al aseo.
El viejo aparato producía un abundante, fuerte y agradable chorro de agua. Clara se lo miró. Observó con atención el fluir del agua. Sin pensarlo cerró los ojos y se dejó llevar por la fuerza con la que salía el agua de la antigua ducha.
A la mañana siguiente, los dos inspectores de homicidios adscritos al caso, no se aclaraban para poder dar una hipótesis coherente al suceso.
—Tendremos que esperar el resultado de las autopsias —afirmó secamente el inspector Canales, uno de los polis—, a simple vista los forenses no tienen ni idea.
—¿Crees que averiguaran algo? —respondió el otro.
—No sé, pero de todos modos hay que realizarlas. Es lo que ordena la Ley —afirmó sin dudar Canales.
—¿Pero has visto? La mujer tiene un golpe con hematoma en el occipital y estaba tumbada boca arriba. El hombre caído sobre ella pero con un golpe sangrante en la frente —exclamó como espantado el otro inspector.
—Sí, el mismo impacto que tiene ella.
—No puede ser. Y no parece hecho cono un objeto cortante sino con esto —mientras hacía fuerza para comprobar que la ducha estaba en su sitio y no se había movido.
—¿Qué diremos a la prensa? —preguntó Canales.
—No sé, pero esto da miedo. Habrá que inventar algo o van a venir parapsicólogos de esos. Porque el secreto del sumario no da para mucho.
—¿Quién dio el aviso? —inquirió Canales.
—La de la limpieza que llegó esta mañana. Ha identificado los cadáveres.
—Entonces, con toda seguridad murieron ayer por la tarde o quizá por la noche.
—Canales, tú siempre que te adelantas a los forenses aciertas.
—¡Dame un cigarro! Vamos a pensar algo antes que nos quedemos sin vacaciones.
—Vamos.
—No se tú, pero llevamos un carrerón. Primero la vieja loca que deja paralítico a su hijo y se lleva un enfermero por delante, luego el taxidermista que mata a su madre y ahora, dos muertos con objeto contundente que parece que sea la ducha. ¿Detenemos la ducha o el cuarto de baño entero? ¿Les ponemos un abogado de turno de oficio? ¡Nos van a enviar a pasaportes!
—Sí, por eso pondremos que es un caso más de violencia doméstica. El jefe se enfadará pero nosotros nos evitamos tener que pasar el test de alcoholemia.
—Vamos a tomar una caña a ver si se nos ocurre algo mejor. ¡Pedir un traslado a una ciudad más tranquila por ejemplo!
—Venga.
Abandonaron el lugar del crimen. La ducha, todavía goteaba sangre y el ambiente desprendía olor a agua clorada impregnada de humo de tabaco y sudor de patrullas urbanas.
© Manel Aljama (maljama) junio de 2005
Jajajaja Siempre dejas que el humor desdramatice las más escabrosas circunstancias jaja. Lo cierto, es que si no los hubiera matado la ducha, me estaban entrando ganas de matarlos yo, por su mal gusto. Era como tirar margaritas a los cercos que pudieran disfrutar de aquella obra de arte, sin prestarle la menor atención, ni respeto. Es que Dios da pan a quién no tiene dientes. Excelente.
ResponderEliminarBesos.
Carmen
Carmen:
ResponderEliminarDas en el clavo. Pretendía provocar esa empatía, la misma que Hitchock provocó en extraños en un tren, entre el público de la película y el personaje -odioso- de la esposa del tenista, que estaba interpretado por la propia hija de Hitchock: "si no muere lo/la mato"...