Un Ford Mondeo de cinco años de antigüedad enfilaba la avenida principal pero en vez de seguir con su camino, Héctor, el conductor, dio un golpe de volante y giró a la derecha en la primera travesía.
—¿Pero qué haces? ¡Por ahí no es! —exclamó contrariada Mari Carmen su esposa que viajaba en el asiento de al lado y que le acompañaba. Él no respondió. Avanzó unos metros hasta detenerse a la altura de un centro polideportivo. En el patio exterior del recinto un armónico grupo de practicantes de judo ejecutaba las instrucciones que el maestro impartía. Sus trajes blancos contrastaban con el verde del césped haciendo un conjunto polícromo digno de ver. Con un frenazo brusco pero sin titubeos estacionó el auto en el primer hueco que encontró. Dejó el motor en marcha y se bajó. Se dirigió hacia el grupo y cuando estuvo enfrente de ellos y detrás de la verja, saludó marcialmente. Devolvieron el saludo.—¡Tío bueno! —exclamó una practicante amparada en el grupo. En el coche Mari Carmen se estaba empezando a poner nerviosa. Héctor repitió el saludo y tras volverles la espalda se volvió al automóvil.
—¡Claro! ¡A saludar a tus amigotes! ¡Siempre tienes que ser el protagonista! —imprecó Mari Carmen. El vehículo reemprendió la marcha. Héctor continuó sin responder a su compañera de viaje. Llegaron a su destino, un club de baile. Allí se dejaron llevar doblemente por el mambo y el pasodoble. Pero esa noche Mari Carmen se equivocaba con frecuencia y dijo:
—¡Hay!, Te estás equivocando —con la vista en los zapatos y sin mirar a Héctor
—Eres “tú” quien se equivoca —respondió Héctor, esta vez con seguridad y buscando a la profesora de baile que asintió con la cabeza.
—¡Siempre me haces equivocar! —Remató Mari Carmen contrariada—, No me dejas que me concentre.
La música prosiguió y tras la clase semanal los compañeros se reunieron como de costumbre en un bar de tapas. Allí la tensión alcanzó también a los amigos. Hubo varios tiras y aflojas y por fin Mari Carmen se salió con la suya. Le seguían la corriente porque pensaban que era cosa de la menopausia, aunque hacía muchos años que se comportaba así. Prácticamente desde que la conocían. A las doce de la noche, como en un viejo cuento y tras el cruce de miradas de algunos de los asistentes, se dio por concluida la velada.
Mari Carmen estaba irritada y no sabía cómo hacérselo saber a Héctor aunque puede que él ya lo sospechara. Ella estaba ya convencida que no había servido de nada apuntarlo a clases de baile de salón. Ni siquiera eso le había hecho cambiar. Él seguía practicando ese vicio de pintar cuadros al óleo. Y claro, además lo del saludo a los del yudo por la tarde. A pesar de que había dejado de ir a hacer judo, seguía viéndose con sus amigos y lo que era peor, encima tenía éxito con las chicas que había allí. Y ella era transparente para los hombres. Hasta en un chat que una vez probó tras un curso de informática en el centro cívico del barrio se quedó sola cuando confesó que tenía más de cincuenta y cinco años. Se atormentaba pensando que su marido nunca había dejado de ser un viejo verde, pero de los peores. Sus amigas no paraban de decirle, “Qué bien se conserva tu marido” o “Qué guapo está tu marido” o lo que era peor, “Tu marido está para que te haga un favor, ¿no lo compartes?”, “Yo posaría para tu marido, ¿no le falta una modelo?”. Sentía rabia de que él siempre fuese el protagonista en todo y ella una simple esposa que no recibía más que reproches y críticas por parte de todos. Con lo que ella se preocupaba por su hijo de treinta años que acabó abandonando la casa diciendo que no volvería más y que estaba harto de que le rallaran tanto. Y su hija, siempre hacía caso a su padre al que daba la razón. Ya en casa, a la vuelta del baile, Héctor y Mari Carmen contrastaban sus puntos de vista:
—¡Nunca me has ayudado en nada de la casa! ¡Yo siempre he cambiado los pañales a los niños! —dijo ella.
—¡Sí, con un cigarrillo en la boca! —respondió él con frialdad.
—¡Nunca me has apoyado en nada! —se quejó Mari Carmen.
—Porque estabas equivocada. No voy a estar siempre de acuerdo con todo lo que haces dices o piensas.
—¡Nunca has compartido tus cosas conmigo! —volvió al ataque ella.
—¿No? Fuiste tú quien se borró del yudo. Nunca has apreciado ninguno de los cuadros que pinto —se defendió con serenidad él. Ahora era ella la que guardaba silencio. Él prosiguió con un tono pausado y equilibrado digno del mejor equilibrio entre el yin y el yang:
—No has tenido constancia, te borraste tú y luego me obligaste a que me borrase yo para que no pudiera destacar. Pero ya era muy tarde, ya que me saqué el cinturón negro con mi propio esfuerzo, disciplina y tesón. Te has pasado la vida intentando cambiarme cuando la que tenía que cambiar eras tú. Has estado machacando los niños hasta que se han ido de casa aburridos.
—Eso, dales encima la razón. ¡Son cuervos! ¡Unos desagradecidos! —dijo contrariada Mari Carmen.
—Pero ¿en qué cabeza crees que cabe que a un hombre, Mari Carmen, un hombre de treinta años, tienes que llamarlo veinte veces para que venga a cenar? ¡Ya vendrá cuando quiera! ¿Acaso tenía que darte la razón cuando los castigabas sin motivo? —dijo Héctor sin llegar a chillar pero elevando un punto su tono de voz. Se hizo un silencio en la refriega y hubo algunos cruces de miradas. La cosa podía empeorar. Héctor volvió al ataque:
—¿Y cuando ponías cosas en mi boca que no había dicho? ¿Cuándo me llamaste para que dejara de trabajar y arreglara tu metedura de pata? No me dejabas opción. Y encima me culpabas a mí. ¿Sabéis lo que os pasa a las mujeres? —Mari Carmen parecía no mirar—, que la libertad os viene grande. Que no queréis asumir el riesgo de decidir y equivocarse. Sí equivocarse. Nosotros los hombres nos equivocamos muchas veces, pero lo admitimos. ¡Sí lo admitimos y no pasa nada! Ah, pero vosotras, vosotras preferís cargar el muerto a alguien, como es tan fácil.
—Ya, pero tú no me apoyas —respondió ella como si nada de lo dicho por Héctor fuese importante o serio.
—¿Y perdonar? Yo nunca he sacado trapos sucios de algo que había perdonado. Pero tú cada vez que te enfadas, te encuentras de mal humor, te duele la cabeza o yo que sé, me sacas cosas de hace más de veinte años. Ya no vale. Las niñas consentidas, a su casa. Las mujeres no sabéis perdonar. No habéis perdonado nunca. Lo veo cada día en mi despacho. Todas las clientas que se divorcian no se conforman con la vivienda, la custodia del hijo y una paga. ¡No!, quieren ver a su ex marido en la miseria. En vez de preocuparse por rehacer la vida o empezar de nuevo no, quieren asistir al sufrimiento de su ex —replicó esta vez un poco más alterado Héctor. Volvió un silencio muy breve.
—A ti lo que te pasa que quieres una mujer en la cocina —dijo ella sin mucha convicción—, siempre has vuelto tarde del trabajo. Antes de venir a casa pasabas por el bar y venías a las tantas.
—Yo llegaba tarde pero tú siempre estabas en casa. ¿Quién te manda estar tanto en casa? Pasas demasiado tiempo en casa desde que perdiste tu empleo. Además, ¿Tengo que pedir permiso a alguien cuando me paso diez horas en el bufete y al salir me apetece tomar algo? ¿Has venido alguna vez tú a buscarme para que fuésemos a otro sitio? ¡No! ¡No aquí en casa y con cara de pocos amigos! Te preguntaba qué te pasaba y no respondías —dijo Héctor otra vez con tono tranquilo.
—¡Tú me engañas! —cortó ella ya casi sin argumentos.
—¡Mírate tú en el espejo! ¿Qué culpa tengo yo de trabajar cara al público? ¿Qué culpa tengo yo de tener que ser simpático con los clientes? Con los que pagan. Yo me cuido, hago de deporte, tengo actividades. Tú ni siquiera lees. No haces más que ver el mismo cine, que a mi no me gusta desde hace años. ¡No me gustaba cuando éramos novios! Iba por que no te enfadases —respiró y continuó con más dureza que firmeza—, Cuando te he llamado desde el trabajo para salir me has dicho que no, que te dolía la cabeza. Siempre todos hemos tenido que ir detrás de ti, “¿Qué le pasa a Mari Carmen?”. Siempre haciéndote la víctima. Pero ya se ha acabado.
Héctor fue hacia el mueble bar, abrió el frigorífico y se sirvió una cerveza. Con el vaso en la mano se volvió a su esposa que estaba sentada en el sofá con la mirada perdida, como muchas tardes la encontraba a la vuelta del trabajo.
—Que sepas que me voy a hacer esa prueba y que además me voy a inscribir en el ejército, en la reserva activa. Tengo hasta los cincuenta y ocho para hacerlo. Ahora no es como antes. Ahora te contratan como un sénior para que des clases, no para escurrir el bulto. Haré el psicotécnico y lo pasaré, me contratarán y dedicaré quince días a mi país. ¡Qué criminal que soy! —explicó Héctor mientras se iba al vestidor a cambiarse de ropa. Aprovechó que las habitaciones de la casa estaban vacías para irse a un dormitorio para él sólo. Se tendría que ir preparando después de todo lo que habían discutido.
Mari Carmen durmió vestida en el sofá. Cuando despertó, Héctor ya se había marchado a su despacho. Seguía convencida de que su marido la engañaba. No podía quitarse de su imaginación esa idea. Si no, no había otra razón.
—Me ha engañado. Me ha dicho que se iba a hacer el examen y ya lo tenía hecho el muy cerdo. Me engaña, Sí, él puede, pero yo no —dijo amargamente Mari Carmen. Cogió el bolso y sacó un sobre. De él extrajo una carta que decía:
Apreciado Sr. Campillo
Felicidades. Nos complace comunicarle mediante este escrito que el índice de fecundidad obtenido del análisis practicado en las muestras de su esperma es superior al 90%. Es un honor para esta Unidad de Fecundidad Objetiva (U.F.O.) invitarle a participar, como cualquier joven de entre veinticinco y treinta y cinco años en los programas de donación de esperma. Un caso como el suyo, es digno de constar en los anales médicos. Para cualquier duda tenga la amabilidad de ponerse en contacto por teléfono con esta unidad.
Reciba un cordial Saludo.
© Manel Aljama (maljama) agosto 2007
Las parejas deberían mimar más aquellas cosas que les unieron, que les unen, todo lo demás es postizo. Imagino que si nunca ha habido una correspondencia difícilmente se ha de poder salvar un matrimonio. Esta pareja hace mucho que deberían haber dejado atrás la unión, es peor vivir entre la duda y la amargura. Besos.
ResponderEliminarCarmen
Carmen, tienes toda la razón. Para mí una pareja tiene que sumar, tiene que aportar algo a cada uno, un reciprocidad. Nunca debe ser una resta, un menoscabo o una pérdida para ninguno de los miembros.
ResponderEliminarPor desgracia el caso que planteo es versosímil y si fuese una fotografía, una instantánea.
Manel